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Coco Martin
Photo: Luna eclipsada roja, 2019 © Coco Martin

El Mekong

Nací, pocos saben, con un ojo perezoso. El izquierdo. Para un niño común como yo, que crecía aprendiendo y descubriendo, ese hecho nunca fue advertido como una desventaja. Es más, pensaba que así como mi mano derecha era la que escribía, casi por defecto la izquierda quedaba inútil y todo resultaba ser una situación normal. Dios —me decía a mí mismo— hace un lado del cuerpo más hábil que el otro; por un raro sentido del equilibrio. Un juego de simetría sin tal.

Claro, no lo pensaba con esas palabras, sino más bien, jugando a solas lo recreaba en un abrir y cerrar de cada ojo a su turno, y en ello, avizorar dos mundos totalmente diferentes. Uno enfocado a voluntad. El otro sumido en una nebulosa parcial. Tal vez, ese juego me enseñó a entender que no existe una sola manera de decir o ver las cosas o un solo lugar donde reside la razón. Tal vez esa sutil doble mirada me llevó a aprehender una autocrítica constante y permanente. Felizmente para mí, ambas visiones eran normales y naturales. Cada una a su manera. Al menos yo nunca percibí minusvalía alguna. Incluso, detecté que el “ocioso” lograba percibir los colores en tonos algo más densos y oscuros. Algo así como un medio paso de diafragma subexpuesto, para ponerlo en términos fotográficos.

Algunos problemas de aprendizaje y lectura en el colegio fueron síntoma para su posterior diagnóstico. A lo lejos recuerdo la recriminación entre mis padres al salir de la consulta óptica. Algo de tristeza por la calificación médica. Un poco de resignación y el católico sentimiento de culpa por no haberlo detectado más temprano. Sin embargo para mí, lo normal era lo normal.

Desde los siete hasta los diez de mis años los ejercicios musculares, con ese ojo cojo, consistían en terapias vespertinas dirigidas por una oculista francesa radicada en el Perú. Debían correr los inicios de los años setenta. La Hasselblad ya había llegado a la luna de la mano de Kubrick. Dos joyas de la óptica en su esplendor para mí por descubrir en el futuro. La rubia oculista de trato amable me ayudó. Esas terapias resultaban más útiles para practicar mi francés incipiente. Además de incrustar para siempre en mi memoria olfativa, su perfume a vainilla. Las terapias consistían en hacer que se choquen dos avioncitos, uno azul y otro rojo, con los ojos puestos en una especie de microscopio electrónico. Era un juego visual que consistía en forzar el músculo del ojo perezoso hasta que se superpongan esos dos aviones. Un gimnasio ocular para el músculo no formado que ocasionalmente dejaba un leve dolor. Hoy lo recuerdo como un antecedente de aquel Atari que me tocó jugar después, pero que sin duda me hizo explorar mundos visuales y estimular mi curiosidad por los microscopios, binoculares, lentes y cámaras. Ella, me instaló ahí sin querer, una curiosidad por lo visual. Por el uso de adminículos, por indagar con la mirada desde algún monóculo en un acto entre lo voyeur y lo científico y más tarde, hacia lo artístico.

Llegar algunos años tarde a esa terapia, decían los médicos, la vuelve poco exitosa y el músculo de ese ojo no necesariamente se recupera en su totalidad. El masoquista método del pirata, tapando el anteojo del ojo bueno, era un parche y una tortura infantil. Las gotas para dilatarme la pupila buena por doce horas en el intento de hacer trabajar a aquella perezosa fueron una medida extrema.

Bastaba entender que no era el fin del mundo, que ese izquierdo simplemente llegó así para hacer la siesta y proveerme al menos de una visión periférica muy útil y dejar que su vecino derecho, el de veinte sobre veinte, haga todo el trabajo de precisión el resto del tiempo.

Pues bien. Han pasado más de cuatro décadas desde aquellas terapias de recupero. Nunca dejé de ser un zurdo cultural. Me daba, y me da hasta hoy, un halo y una sensación de perspectiva y visión panorámica, como una nota para recordarme que hay más en el mundo que una sola forma de mirar.

Me recuerdo a mí mismo, orgulloso de mi perfecta visión cíclope al empezar a estudiar arquitectura en las nocturnas horas de dibujo a lápiz y tinta china. Dibujos llenos de detalle y con escalas de líneas delgadas y gruesas, solo con la ayuda de un foco de tungsteno y, en más de una ocasión, a la luz de las velas debido a algún apagón en mi ciudad. Eran frecuentes episodios producto de la violencia política en los años ochenta en mi país.

Recordaba las insistentes advertencias de papá para no ver la televisión muy de cerca; aquella en blanco y negro y en caja de madera. La vida fue dejando huellas del buen uso. Dos profesiones a cuestas basadas en mi habilidad visual, y retándome aún más, permuté la arquitectura por la fotografía. Un ojo basta para ello mientras funcione. Mi concepto cíclope hizo algún progreso con el tiempo. Nada que tantos años después me haga dejar de producir, escudriñar y disfrutar, en la lupa, el grano de un film en blanco y negro. Tal vez eso mismo es lo que me hace buscar imágenes y recorrerlas con fruición.

Pero, ¿por qué cuento todo esto? Pocos saben que es la simple razón por la cual adopté a Yuan, un gato Mekong sin cola, nacido con el ojo izquierdo nebuloso y, en su caso, eclipsado por una catarata congénita. Ambos vemos la vida con el alma aunque de medio lado. Vemos, finalmente, con esos ojos de Borges.


Photo: Luna eclipsada roja, 2019 © Coco Martin

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