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El mar de todas nosotras

 

La ola

Hace una semana, comencé a leer los primeros tweets sobre los abusos sexuales en Venezuela, los que se referían a Alejandro Sojo, cantante de Los Colores. No tengo ningún recuerdo atado a canciones de la banda. Emocionalmente, me daba igual si era Alejandro o Pedro Pérez de la banda Los Chivitos. No era el quién, sino el cómo.

Las historias de las chicas son dolorosas. Reflejan cómo alguien es capaz de aprovecharse de la admiración que otro le tiene; de una posición de poder psicológico.

No es la primera vez que leo historias como estas. Ya había leído las del #metoo, he escrito sobre la historia de mi amiga M. con uno de sus vecinos cuando era niña, otra amiga hace poco me había contado su historia de abuso psicológico, yo he enfrentado mis propias historias de abuso en terapia, he trabajado con personas abusadas, he leído la historia de los abusos y asesinatos de Edmundo Chirinos… Sin embargo, esta ola de denuncias me revolcó.

La mezcla del dolor de muchas mujeres, ver cómo el colectivo les respondía, y sentir que esa violencia pudo haber venido de un lugar muy cerca de mi casa; me hizo sentir que todo lo que creía conocer era falso. La ola me arrastró a un lugar del mar al que creo que no había llegado antes.

 


 

La marea

En medio del mar de tweets de historias de abusos que ya me estaba siendo difícil navegar, se destapa la historia de «Pía», una chica que relata su historia a manos del escritor Willy McKey. A las pocas horas, Willy admite los hechos en una serie de posts de Instagram. Otra historia que se confirma por ambas partes, a pesar de que no haya investigaciones oficiales aún.

La corriente no solo viene cargada del dolor propio de los hechos que relata, sino que le acompaña el odio colectivo, la masa enardecida de lado y lado.

Los que dicen que las pruebas son dudosas, los que señalan a «Pía» por haberse puesto en la situación y no protegerse mejor, los que acusan a sus padres por no cuidar a la niña, los que dicen que hay que esperar los resultados oficiales de las autoridades competentes, los que señalan a McKey de enfermo porque él con sus 36 años sí sabía lo que le estaba haciendo a una niña de 16, los que exigen pronunciamientos de los medios de comunicación o allegados del escritor, los que dicen que las intenciones de las declaraciones del abusador son falsas… Todo esto me conlleva a la compulsión de leer todos los tweets que se crucen en mi timeline hablando sobre la situación, y termino por agobiarme.

Me siento triste, molesta y vulnerable al mismo tiempo. «Pía» pude haber sido yo. De hecho, a mis 33 años, podría ser yo. No sé mucho más que ella sobre cómo protegerme en una situación similar.

Me abruma la violencia, los detalles de las historias, el imaginarme el dolor por el que han pasado esas víctimas, el ver derrumbarse los castillos de ideas de lo que creían conocer, o el suponer opiniones que algunos de mis conocidos tendrían sobre los hechos y que me molestarían.

A menos de 48 horas de que comience a rodar la historia de «Pía» y Willy, me despierto con la noticia de que él se ha suicidado. Esto no hace más que añadir violencia a una historia ya de por sí cargada de ella.

No puedo alegrarme, ni entristecerme. Me siento más confundida aún. ¿Cómo ha pasado tanto en una semana? De nuevo, todos los comentarios me sobrecogen. Se me duermen las piernas de tanto nadar contra la marea y me dejo hundir por un rato.

 


 

La resaca

A Willy no lo conocí personalmente. Seguía su trabajo de manera casual. No era el escritor que más me gustaba ni el que más me desagradaba, pero su trabajo me parecía respetable. La cosa es que aquí no estamos hablando de su trabajo, pero, como ya me ha pasado otras veces, no me siento capaz de separar la obra del artista. No es igual opinar sobre la obra de alguien más que intentar tener una opinión sobre sus actos y mucho menos hablar de algo que tiene tantos gradientes y aristas.

Sé diferenciar, según mis creencias, lo que está bien de lo que está mal. Nadie debería ser abusado, nadie debería sentirse con el poder suficiente sobre otra persona para aprovecharse de ella en ningún sentido. Cada quien debería poder establecer límites claros sobre su cuerpo y los demás deberían respetarlos. No estoy descubriendo nada nuevo aquí.

Lo que me confunde, duele y molesta de todas estas historias es el ponerles caras, voces y detalles a todas ellas al mismo tiempo. A su vez, leer los comentarios de todas estas historias, sobre todo aquellos que culpabilizan a la víctima y que apuestan por su invisibilización, me hace pensar que no hemos aprendido nada.

Sé que los cambios sociales son lentos y graduales. Quizás esto marque un hito en la historia del feminismo en Venezuela. Eso es importante. Quiero pensar que todo esto valdrá la pena y que no quedará solamente en un trending topic de Twitter.

Me aferro a estos pensamientos que, aunque puedan parecer frases genéricas y vacías, son las que este momento me permiten tener un flotador para regresarme a la orilla.

De momento, me he quedado sin fuerzas para seguir surfeando estas olas sociales. Solo puedo sentarme en la orilla, contemplar un rato el mar de todas nosotras y escribir sobre ello. Quizás estas palabras le sirvan de flotador a alguien.

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