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fabian soberon
Photo by: Art Gallery ErgsArt - by Erg ©

El malevo

El hombre, gordo, tiene un grueso bigote blanco como si fuera un látigo. Lleva una pistola apretada en la panza, debajo del pantalón. Es su amuleto contra los malos espíritus. Las botas tejanas brillan con la luz opaca de la oficina y en lugar de la clásica casaca azul de policía lleva una camisa negra con los bolsillos plateados. No habla bien. Tiene un tic eterno que lo obliga a mover la boca y la voz turbia y ronca le sale como un escupitajo. Las palabras soeces repiten el argot de los barrios bajos. Como un malevo curtido en las peores épocas, parece un cowboy menor sacado de una película de clase B, una imitación provinciana del cine yanqui.

El malevo es amigo íntimo de un abogado de los criminales. Y ese abogado le presta una oficina oculta en el centro de los tribunales. Pero hoy le toca el paseo. Se levanta del sillón pequeño de pana verde y se coloca una campera de cuero. A pesar del sol, mantiene su clásica campera, acaso para mantener el uniforme que ha adoptado para salir en la televisión. Se ajusta la pistola y levanta un extraño portafolios oscuro. Con su panza enorme, bamboleante, atraviesa la puerta vieja con la pistola como un amuleto.

Sube al Chevrolet destartalado. Arranca y atraviesa el puente metálico y pesado de la avenida Sarmiento. Pasa por el territorio desierto de los militares. Mientras cruza el campo se saca el sombrero como si estuviera frente a una iglesia. Es raro el malevo: no quiere a nadie y algunos dicen que su única pasión está unida al servicio militar obligatorio, a los crímenes, al coraje frente a la muerte en la época de la dictadura, a su escudo de policía. Nadie duda de que es un moralista desvencijado: cuando habla repite lugares comunes, armado con un lenguaje pobre y con un sentido exótico de la justicia. Siempre tiene en mente los nombres de los guerrilleros que han caído en la batalla. Debajo de la manga de la camisa guarda las heridas de bala que le quedan de esa época turbia y esplendorosa.

Su sonrisa le agranda la boca ancha por el tabaco y los labios de las putas. Mira las casas bajas y las veredas áridas. Baja, cautelosamente, la velocidad. El Chevrolet se interna en la polvareda y las ruedas astillan las piedras. Entra a una callecita con eucaliptos y las sombras enormes se apiadan del calor. El olor pestilente y la bosta del canal podrían hacer explotar los pulmones.

Ni bien se baja del auto, saca su látigo y se pone a hacer movimientos en el aire. Parece un personaje de circo que prepara el acto mágico y final. Los chicos empiezan a salir de las casas atrapados por los malabares rudimentarios. El malevo blande su látigo y luego saca la pistola y hace las poses falsas de los policías en el cine. La felicidad brilla en las caras de los chicos y cuando él termina la escena todos lo aplauden. Es evidente que están contentos con la visita del malevo. Tienen un espectáculo gratis y, además, confirman que es un personaje popular.

El malevo abraza a los chicos que corren a su lado. Reconfortado, guarda el látigo y la pistola. Se sube al auto y sale del barrio. Mientras retoma la avenida evoca las noticias de la televisión que lo perfilan: un niño malo que juega con pólvora y muerte y que se enfrenta al gobierno cuando lo quiere llevar a la cárcel. Recuerda una imagen de un noticiero que resume una hazaña lejana: un día se enfrenta a cinco ladrones en un callejón sin salida y los liquida a todos. Luego se va a la casa de su madre y llora frente a ella con la pistola en la mano.

Todos saben que se ha hecho comisario en la época de la dictadura y carga con ese pasado con un orgullo ciego. Siente que ha contribuido a la patria aunque su única patria sea él mismo: sus agallas, sus bienes y el coraje para vencer a los chorros. Pero eso es sólo una fachada: es enemigo de los chorros que no lo ayudan, que no le pagan el diezmo por los negocios sucios. Y es amigo de los que le tienen miedo, de aquellos que le rinden pleitesía, que le abonan cada domingo el dinero de las putas y las maquinitas.

Mientras las cabelleras fugaces de los árboles acarician la ventanilla del Chevrolet, el malevo saca un habano grueso, lo hilvana entre los dedos y lo enciende. Lanza una bocanada espesa. El interior del auto se convierte en una pintura de Turner. Y, entonces, acuciado por el cansancio, piensa que los paseos por los barrios son los senderos secretos que justifican su existencia.


Este texto pertenece al libro El instante, publicado por editorial Raíz de dos, Córdoba, Argentina, en 2011. El libro cuenta con las ilustraciones del artista argentino Ramiro Clemente.


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