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Melanie Marquez Adams

El maíz de la soledad

Extracto del libro Querencia: Crónicas de una latinoamericana en USA (Katakana, 2020)

When one woman doesn’t speak, other women get hurt.

― Terry Tempest Williams, When Women Were Birds

Cuando eres de una de las ciudades más peligrosas de Latinoamérica, tu safety mode se activa cada vez que regresas de visita. Como si pudieras repeler el peligro manteniéndote alerta: un estado zen de defensa personal.

De regreso en tu pueblito montañés de Tennessee —aunque una vocecita dentro de ti te recuerda que por ser mujer el peligro siempre acecha— te das permiso para bajar un poco la guardia.

Te relajas.

Te sientes a salvo otra vez.

Entonces el universo te regala un nuevo código postal. La oportunidad de tu vida: un Máster en Escritura Creativa en una famosa universidad asentada en el estado del maíz.

Destino: Iowa City.

Tu safety mode se relaja aún más. Una pequeña ciudad del medio oeste norteamericano. La ciudad de la literatura. Una meca para todo el que tenga ambiciones literarias en este país. Un paraíso lleno de escritores.

Nada malo podría ocurrir en un lugar así.

¿Cierto?

Pero apenas llegas a Iowa City te encuentras con un mundo de slumlords sobre el que nadie te advirtió. Un lugar en el que las fachadas que parecen casas —porche y flores incluidos— ocultan apartamentos pequeños y tristes, propiedad de corporaciones afincadas en alguna metrópolis muy lejos de los maizales.

Descubres que a esos seres corporativos no les importa ni tu vida ni tu seguridad y que descargan los servicios de mantenimiento en otras empresas que a su vez descargan esos trabajos en hombres que no pertenecen a ninguna plantilla. Así nadie tiene ningún tipo de responsabilidad. Nadie tiene que responder. ¿Garantías sobre aquellos hombres que tienen acceso a tu lugar de vivienda? Absolutamente ninguna.

A pocas semanas de empezar las clases en el programa de tus sueños, pides que reemplacen el toilet obsoleto del estudio que los seres corporativos te alquilaron. Ellos envían un acechador a tu puerta —un hombre que te acusa de robar un dinero que según él se le cayó en aquel baño diminuto.

Un acechador que toca varias veces a tu puerta a lo largo del día.

Un acechador que te encuentras al final de la tarde de ese mismo día… dando vueltas en el estacionamiento… esperándote.

Un acechador que te hace sentir atrapada en tu carro y que te hace llamar por primera vez en tu vida a la policía.

Un acechador que destruye tu safety mode para siempre.

Pero no, la historia no acaba aquí con este hombre.

Descubres que tu vida tampoco le importa a la policía. El oficial que envían 25 minutos después de que llamas al 911, archiva tu caso bajo uno que a él le parece más importante: el reporte del objeto perdido del acechador. Esperas en vano alguna señal de que el peligro ha pasado, pero todo lo que recibes del oficial es su tarjeta —para que lo llames en caso de que encuentres el dinero del acechador.

No, tampoco acaba acá con este otro hombre.

Refugiada en un hotel, un par de horas después del incidente con el acechador y el oficial de policía, la primera persona a la que contactas es la directora de tu programa. Las horas pasan a cuentagotas mientras esperas que responda al email que le escribes contándole todo por lo que acabas de pasar. Le dices que no sabes qué hacer. Que tienes miedo. Acabas de llegar a este lugar. No conoces a nadie más en Iowa City.

Te imaginas palabras solidarias, compasión, apoyo. Tal vez empatía. Te aferras a esa esperanza —una lucecita en medio de uno de tus días más oscuros. 

Pero en lugar de una luz, todo lo que la directora de tu programa te ofrece es una lista de enlaces. Ella está en España y no volverá durante el resto del semestre, copia en el email y descarga su responsabilidad sobre la jefa del departamento. También te dice que te apoyes en las compañeras de tu programa. Luego de eso, nunca más te vuelve a contactar.

La jefa del Departamento de Español y Portugués inmediatamente te envía más enlaces y más números. No volverás a saber de ella hasta varias semanas después de que te hayas instalado en un nuevo apartamento al otro lado de la ciudad. Su intento tardío por aparentar solidaridad solo conseguirá que la herida duela aún más.     

Te reúnes con una de las compañeras de tu programa en un pub. Antes de que le acabes de contar tu historia, ella te interrumpe para decirte que esto tiene que tratarse de algo más. Que algún recuerdo de tu pasado es lo que está haciendo que te sientas así.

No te violaron.

No te tocaron.

Lo que te acaba de pasar no-fue-realmente-tan-grave.

Entonces bebe el último sorbo de su IPA, se levanta del bar y te dice adiós. 

Todo lo que hacen de allí en adelante las personas que contactas en la universidad es bombardear tu correo electrónico con más enlaces y números de teléfono. Cada vez que pides ayuda a alguien, enlaces. Cuando te dan citas en sus oficinas, más números y más enlaces. Nadie te ofrece una salida de aquel maizal de números y enlaces y por un tiempo te quedas atrapada en ese laberinto cruel diseñado exclusivamente para cumplir con formalidades y librar a la universidad de cualquier responsabilidad. 

Como si esos enlaces pudieran reemplazar las palabras y los actos de solidaridad. Como si esos números pudieran protegerte, ofrecerte lo único que realmente necesitas: un lugar donde sentirte a salvo.

Luego de sobrevivir a toda esa indiferencia y encontrar por tu propia cuenta una especie de salida de aquel laberinto de maíz maldito, te haces una promesa.

Nunca serás indiferente ante una mujer que te diga que tiene miedo.

Reclamarás junto a ella y reclamarás por ella, una y otra vez hasta que se vuelva imposible ignorar sus voces. Hasta el día en que todas las mujeres tiendan la mano a otras mujeres en peligro. Hasta que todas las mujeres aprendan a cuidarse unas a otras. Hasta que ninguna mujer se sienta sola ni en la ciudad del maíz, ni en las ciudades tranquilas, ni en las ciudades peligrosas del mundo.

Atrévete a imaginarlo: nunca-más-ninguna-mujer-sola.

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