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esteban ierardo
Photo by: Katherine Hodgson ©

El libro

Llegó en el frío amanecer. La casa se recortaba sobre la figura no muy lejana de las ásperas montañas de Alaska. Anchorage respiraba como una pequeña ciudad, muy distinta al pueblo de sequedad y tristeza del que venía Adele.

En la casa la esperaba la mujer que puso un anuncio en un periódico en el que se pedía por una doméstica. Los padres de Adele habían llegado a las tierras del Yukón con un sueño hundido en la carne: encontrar oro, reemplazar un foso por un jardín. Solo encontraron un nuevo pozo, de cuyo desamparo nació Adele balbuceando soledad y un destino empapado en privaciones. Alguna vez aprendió a escribir y leer cuando al pueblo llegó una mujer irlandesa. Era viuda y su única forma de esquivar la miseria era revivir, forzosamente, su pasado de maestra. En un viejo establo de madera podrida, Adele aprendió a leer y escribir, algo que sus padres desconocían. No intuyó, en ese momento, que de los libros podría nacer algún río capaz de horadar las rocas.

Adele bajó del tren. Y no debió caminar demasiado para llegar a su destino. La mujer que la recibió en la casa entre árboles y montañas no le sonrió. La vio, eso al menos creyó, con una furia callada en sus ojos. No le preguntó cómo había sido su viaje, si estaba cansada o si quería beber algo; solo la contempló con gesto indescifrable, mientras acariciaba el lomo de un caballo negro del que había desensillado. La llevó, luego, a su habitación, al fondo de un pasillo en penumbra.

Una cama vieja y crujiente la esperaba para darle algún descanso. Solo tenía un armario para poner su escasa ropa. Una lámpara de aceite sobre una pequeña tabla de madera aferrada con gruesos clavos, y una mesa de barniz desteñido. El recinto era lúgubre, desalentador, pero al cabo de unos días veía su entorno con la indiferencia con la que se perciben rondas de mosquitos alrededor de una luz en una noche de verano.

La mujer de la casa, Margaret, vivía con su esposo Henry, un hombre callado y hosco, de más de sesenta años, con una marca en la cara que no lo acomplejaba. Veía a su alrededor como quien siempre busca un enemigo o un animal salvaje. Con el tiempo, Adele sabría que Henry era gerente de un banco en Anchorage, la incipiente ciudad que, de a poco, se expandía entre aserraderos y negocios. Margaret le obedecía en todo. La proximidad de Henry la inquietaba, una incomodidad que empalidecía su rostro suave y armonioso.

Margaret le teme al señor Henry, se decía Adele. Y en la primera mañana, Adele recibió sus instrucciones. Tenía que hacer esto y lo otro, y solo al caer la tarde luego de comer sola en la cocina, podría ir a descansar. Los primeros días practicó una rutina estricta: barrer los pisos y las camas, pasar plumeros para limpiar los muebles, buscar comida en una dispensa cercana, preparar dos comidas al día, lavar los platos y la ropa. No tenía que detenerse ni preguntar. Las preguntas son para los que no tienen que obedecer.

En los primeros días también la sorprendió una habitación, junto al establo, donde Margaret guardaba su caballo. Se encontraba cerca de la salida trasera de la cocina. La propia Margaret la llevó hasta allá. En el cuarto había una biblioteca, anaqueles llenos de letras y tapas duras y silenciosas. La puerta estaba abierta. El viento debe fluir por la puerta, aclaró Margaret. ¡Qué extraño!, pensó Adele. Y si entra algún animal, siguió aclarando la señora de casa, no te preocupes, ya saldrá solo; y si en invierno se acumula nieve, usa una pala para mantener la entrada despejada, ¿entiendes?

Adele se acostumbró a entrar en la habitación, cuya puerta siempre estaba abierta, para cerciorarse de que todo se mantuviera en orden. Muchas veces veía a la señora ocupada en su caballo. Era una mujer bella y delgada; su belleza que no la había abandonado a pesar de haber superado el medio siglo.

Y la rutina de Adele se quebró cuando, por primera vez, escuchó gritos en una tarde neblinosa. Parece que la señora llora, sospechó la joven mientras oía insultos y un golpe seco sobre la mesa del comedor. Ese día no vio a Margaret hasta el atardecer cuando debía llevar la cena al salón principal. Por orden del señor Henry, Margaret le aclaró que debía mantener la mirada baja y preguntar si el señor necesitaba algo más antes de retirarse.

El señor Henry no es muy amoroso, se dijo Adele. ¿Alguna vez su ira llegará hasta mí? Una mosca zumbó en su oído, y sintió una leve sensación de asco.

El invierno llegó, y el frío imaginó los suficientes copos de nieve como para pintarlo todo con armonías blancas. La casa debía calentarse. De una carreta, todas las mañanas un hombre, veloz, descargaba cúmulos de leña junto al establo. Ve y trae diez leños para calentar la chimenea, Adele, le ordenó Margaret. Deben ser exactamente diez. Ni uno más ni uno menos, ¿entiendes?

En la caretilla, y entre las navajas del aire gélido, Adele acomodó exactamente diez leños.

Los llevó hasta dentro de la casa para luego arrojarlos en la chimenea. Margaret inspeccionó los leños. Los contó. Son nueve, no diez como te pedí. Adele contó nuevamente los maderos. Uno por uno. Diez. Pero son diez, señora. Sé contar. Son nueve, anda a buscar un madero más. Esta vez te lo dejaré pasar, la próxima te impondré un castigo. Sí, señora. Adele fue a buscar lo que, supuestamente, faltaba.

La señora quizá quiere descargase conmigo de las agresiones del señor Henry, pensó la joven. Y al terminar sus tareas acomodó su resignación en su cama solitaria. Antes de dormir escuchó nuevos gritos. Algún reproche, algún reclamo, y una voz suplicando el olvido del pasado y al menos un poco de respeto. Luego, el crujido de una porcelana al partirse, un grito de humano, pero acaso de animal desairado, y un llanto de mujer confundida y desolada. Tal vez la señora Margaret llora, se dijo Adele.

Y al día siguiente escuchó la nueva orden. Trae diez leños. Sí, señora. Adele buscó la madera seca. Y de nuevo la inspección. Nueve leños. Te lo dije, esta vez recibirás un castigo. Antes, ve a buscar el leño que falta. Pero señora, conté con mucho cuidado, son diez. No me discutas. Ve a buscar el leño que falta y te daré tu castigo. Sí, señora.

Adele terminó de encender el nuevo fuego con los trozos de madera seca. Luego, con temor volvió a la cocina. Margaret la esperaba con gesto adusto. Ven conmigo. Fueron hasta la habitación de la puerta abierta y los libros, y sacó un libro de los anaqueles. Ahora, antes de dormir, leerás esto, y mañana me harás un resumen. Tengo entendido que sabes leer. Sí, señora.

El libro en cuestión era un cuento de alguien que no conocía, ¿pero a qué autor podría conocer, Adele? Un tal Charles Dickens. Un cuento llamado Un cántico de navidad. Adele entonces, a diferencia de las noches anteriores, no apagó la lámpara de aceite y se puso a leer. Leyó sobre Ebenezer Scrooge, un viejo tacaño del que nunca surgía ninguna “chispa de generosidad”, que era “secreto, reprimido y solitario como una ostra”, quien nunca aceptaba una invitación para compartir la navidad o que, a pesar de su solvencia, nunca hacía ningún donativo para los pobres. Pero la visita del fantasma de Marley, un antiguo socio de Scrooge, lo hará desistir de su egoísmo. El espectro de Marley carga, por siempre, una pesada cadena “hecha con arquillas para dinero, llaves, candados, libros de contabilidad, escrituras de compraventas y pesadas talegas de acero”. Luego otros tres fantasmas lo convencen de su miopía, y le hacen saber de la pobreza en la que viven otros. Finalmente, Scrooge despierta, trasformado, como una persona distinta y ahora generosa y cordial, y ávida por festejar y compartir la navidad.

A la mañana siguiente, Magaret se presentó en la cocina, y escuchó el resumen de Adele, mientras la veía con ojos escrutadores y atentos. Bien, ahora prosigue con tus tareas. Adele no entendía. ¿Por qué ese extraño castigo, si se lo podía llamar así, que le imponía la señora Margaret? Y además, ¿por qué se empecina en contar nueve donde son diez? Pero al repetirse las tardes en las que iba a buscar nueva leña, a veces su patrona aceptaba que eran diez los leños que Adele había recogido para encender la chimenea. Pero luego de tres días de ese acuerdo, sin una razón aparente, volvía a discrepar. Son nueve. Ya te lo había advertido. Ve a buscar el madero que falta. Tendrás un nuevo castigo. Y se repetía la secuencia. La señora con gesto adusto en la cocina, la orden de que la siguiera a su habitación de la puerta abierta y la biblioteca. Y Margaret sacó otro título del panal de los libros. Ahora leerás este y mañana quiero tu resumen. El libro en esta ocasión era un cuento llamado Ligeia, de otro autor que también Adele desconocía. Edgar Allan Poe.

Adele leyó y conoció entonces a la bella Ligeia, de profundas pasiones, intelectual, de ojos y pelo negro. Ligeia muere. Su esposo desconsolado se casa en nuevas nupcias, pero sin amor, con Lady Rowena, de cabellos rubios y ojos azules. Su nueva esposa también muere en una abadía reformada en Inglaterra en la que el matrimonio tenía su hogar. La mujer es envuelta para el entierro en la mañana. Durante la noche su esposo se mantiene en vigilia. Entonces, para su asombro descubre que Lady Rowena recupera el color de sus mejillas, da señales de renacimiento. La mujer rueda entre reanimaciones y recaídas. Aparentemente la muerte regresa al cuerpo de su esposa desgraciada. Pero el esposo empieza a sospechar que Lady Rowena no es Lady Rowena. Se postra ante la mujer, se caen las vendas y ve unos cabellos negros “como ala de cuervo en la noche”, y unos ojos cuyo brillo oscuro insondable solo puede ser, sí, el de los ojos de Lady Ligeia.

Adele se deslumbró con la historia fantástica del regreso de una muerta a un cuerpo que parpadeaba de nuevo con ojos de vida y misterio. Sonrío. Y durmió entre los brazos de un sueño de miedo y fascinación.

Margaret escuchó de nuevo la historia con escrupulosa atención. Bien, vuelve a tus tareas. Con los meses, Adele comprobó el nuevo “orden”: cada tres atardeceres de acuerdo en el recuento de los leños, al cuarto día Margaret se empecinaba en negar las matemáticas más elementales y contaba, otra vez, nueve donde eran diez. Así se repitió la justificación del nuevo “castigo”. Muchos y nuevos libros Adele leyó para resumir su historia, para la escucha atenta de su patrona a la mañana siguiente. Así leyó  El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Stevenson; Irving Rip van Winkle, de Washington Irving; El coloquio de los perros, de Cervantes:  El hombre de arena, de Hoffman; o Ivanhoe, de sir Walter Scott.

Adele se acostumbró a la situación, a los gritos, a la ruptura de porcelanas o platos por el señor Henry cuyos fragmentos luego debía limpiar; y al llanto de la señora Margaret. Para sus adentros pensó que aquella casa era una jaula de locura donde si cada quien hacía su parte se tejía un delicado equilibrio que impedía que la violencia saltara de un cuerpo a otro. Acaso la señora encontraba su propia forma benigna de desahogo con su ocurrencia de negar la diferencia entre nueve y diez y conminarla, con aire de extravagancia, a que leyera libros para resumirlos.

En el devenir de los días Adele comprendió también que a Margaret solo le quedaba la amistad de su caballo, ese hermoso corcel negro que cuidaba con esmero, y cuya piel limpiaba hasta convertirla en un tapiz lustroso y magnético. Lo montaba con destreza en el tiempo que el señor Henry se ausentaba para atender a sus asuntos importantes del banco de Anchorage.

Adele aprendió a descubrir los patrones repetidos, los hábitos y costumbres anómalas de la casa. Dentro de la sucesión reiterada se encontraba los largos minutos en los que Margaret montaba su caballo y miraba hacia las montañas no tan lejanas. ¿Qué será lo que ve con tanta insistencia?, se preguntaba Adele.

Y así pasó un año del tendal de las repeticiones.

Leyó más libros como cumplimiento de una reprimenda por “no contar bien” y lo aceptó como parte de sus rutinas. Y Adele descubrió que los días en que la señora no le ordenaba leer sus noches eran más desérticas y solitarias. Descubrió que los libros eran su compañía y que también lo que en ellos descubría quizá pudiera compartirlo con otras personas, o enseñarles a otros a apreciarlos. ¿Pero qué camino sería eso? Lo leyó en uno de los libros: sí, enseñar, ser maestra. Pero para eso se debía estudiar, ingresar en algún instituto, tener el dinero suficiente para pagar matrículas y sustentarse. Ese futuro no podría ser. Lo que tendría que ser era la estrechez doméstica, los baldes del fregar y limpiar. Lo imposible le clavaba agujas ponzoñosas. Mejor, entonces, esperar que nueve fuera diez para leer algún otro libro, en un círculo de repeticiones que nunca se expandiría hacia algún jardín diferente.

Pero la repetición una vez se quebró.

Una semana en la que no se escucharon gritos, vasos, porcelanas, platos o cuadros desmoronándose en secos crujidos. El señor Henry callado y Margaret sumida en un tenso silencio. La señora no le habló casi esa semana.

Y poco antes de salir el sol, la puerta de su habitación se abrió. Una leve brisa, una penumbra. De ella emergió Margaret. Estaba vestida como para montar y traía unas alforjas. Lucía bella, decidida, reluciente. Encendió la lámpara de aceite. La miró como nunca antes. Y le dijo que nunca dialogó con ella porque quería que le tuviera miedo, para que aceptara dócilmente su “castigo” de hacerle leer libros. Y le aseguró que por la manera como le hablaba de los libros, como le resumía sus contenidos, pronto se dio cuenta de que su primera impresión de ella era correcta, y que tenía que ayudarla a que no cometiera sus errores. No quiero que desaproveches una oportunidad, afirmó, quiero que no seas tan estúpida como yo lo fui. Mi error, mi estupidez, no quiero que la repitas…

Y Margaret le reveló que hacía muchos años ella era la doméstica de la casa. Un día llegó, como Adele, pobre, solitaria, triste, asustada, sin esperanza. Su patrona era la esposa de Henry. Ella era muy culta, ella ordenó construir la habitación con los libros; ella me dijo que la puerta que lleva a los libros está abierta. Ella también me “castigaba” haciendo que leyera los libros. Pero no entendí lo que me quería enseñar. No entendí y lo único que hice fue repetir el camino estúpido de la doméstica que solo quería ser la amante, o mejor, la esposa de su patrón.

Y Margaret recordó que cuando Henry quedó viudo la convirtió en su nueva esposa. Ya muchas veces la había visitado en las noches. Al principio Henry era cariñoso, gentil. Pero un día descubrió que su esposa fallecida había tenido un amante y que lo despreciaba por su espíritu materialista que nada sabía sobre Madame Bovary o Shakespeare. Pero quizá más lo trasformó una estafa que sufrió de un socio que dañó fuertemente su fortuna. Cuando le fue a reclamar, su guardaespaldas le hizo la marca que le atraviesa ahora el rostro. Desde entonces, Margaret supo que ella solo sería un espectro en el que Henry descargaría su furia.

Hace una semana que no me habla, continuó Margaret. Eso era lo que más temo. Sé que dentro de poco no se conformará con insultarme, con recordarme mi pasado de doméstica. Sé lo que quiere… y sabe que nadie preguntará por mí. Nadie me conoce porque nunca tuve el valor de irme. Un error, mi error. Pero de un escondite de Henry ya saqué lo suficiente, lo suficiente para intentar corregir lo que no hice hace mucho tiempo.

Margaret dejó sobre la mesa un libro, y un sobre con lo suficiente.

Y su caballo estaba listo. La luz del sol se asomaba entre las montañas.

Y en otra mañana, Adele abre un nuevo libro. Lee.

En una ventana cercana se recortan unas montañas. Abstraída, mira esas elevaciones de tierra y piedra entre las que hace un par de horas se asomó el sol. Sus alumnas se sorprenden, mientras con sigilo Adele sale de vuelta de una casa y, poco después, ve a la distancia un caballo y una mujer.

Y se sube a un tren, con un sobre, y una maleta con un libro y una puerta por la que fluye el viento.


Photo by: Katherine Hodgson ©

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