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Óscar Jairo González Hernández,

El libro del tratado de la melancolía (Fragmentos)

I

Tiene en sí mismo una temperatura que lo inclina constantemente a hacer todo aquello que desea. Es su inclinación porque de no hacerlo le sería intolerable. Tiene demasiadas sensaciones que desde el deseo lo hacen realizar la tentativa en su concentrada manera de ser. Tiene la manía de hacerlo, porque es para él irresistible. Estética de lo irresistible. Y cuando lo hace suscita odio. Pero él no lo conoce, por lo cual no sabe de él y si lo conociera, le sería inconcebible. Es resultado de la tensión de su manía. Y lo dice en el vacío.

II

De nuevo suscita la tormenta, cuando se pronuncia sobre el desear y dice que: Nunca desea nada a nadie en su naturaleza, aquello que no pueda hacer por sí mismo realidad y que en sí mismo no sea realidad para él. Nunca lo dice. No tiene ese deseo ni lo decide para nadie y nunca ni siquiera en él mismo. O lo hace realidad para su sí mismo o no lo desea a nadie. Deseo es para ante y para otros, es aquello que él puede desear realizando en sí mismo y lo proyecta sobre los otros para que sea realidad. No tiene poder su deseo, y cuando no lo tiene, no lo desea para nadie. Tiene una mística del deseo que no es realidad, pero que se mantiene en su densidad de deseo de lo abarcable y de lo inabarcable. Tiene esta consideración porque lo involucran e intentan abocarlo a lo que no desea ni para sí ni para nadie y se instala en un vacio en donde destruye lo que no es su deseo real ni sabe cómo hacerlo realidad. Tiene como transmitirlo, pero no lo hace por el vacio mismo que se causa y es causado en él. Es la tormenta allí donde no es sino «real» el hilo que se mueve en su teatro. Teatro de hilos. O de hiladores.

III

Y él se mira a sí mismo en la noche. Tiende a buscar en la noche la simetría y el equilibrio. Y le dicen que no y burdamente se ve a sí mismo: Isósceles. Nada que hacer. Un snobista sin poder. Reclama un mar de helechos para él. Extinción de dominio del mar sobre él y una condenación no ver esta noche las hortensias en su vida que deciden los demás. Y nunca ha tenido conciencia de sí mismo, en la que pueda tener transparencia por qué los demás deciden sobre su destino. Es verdad y es su drama. ¿Cuáles, se dice él, son entonces nuestras proporciones, ante los otros? No saben ellos como medirlas, y quizá nosotros ante ellos tampoco. Indeterminación de lo determinable y en ello, lo irresoluble. Dice él: Yo me mido por el arte y no lleva a nada y nadie lo hace así; porque nadie conoce el arte de nadie y entonces se muestra inadvertido. Tiene, le dicen, inclinación por lo inadvertido.

IV

Y cuando habla del teatro, porque lo hacen hablar, se lo ha dicho hasta la cantidad de inabarcabilidad que ello le ha sido dado, es porque tiende a buscar una tensión entre lo que dice y lo que no dice del teatro. Teatro al hablar de sí mismo, teatro del habla, entonces, que no es un teatro de sí mismo, es de lo que habla que no es lo que nombra. Y en el momento en que nombra el teatro, lo hace para exterminarlo, para destruirlo en sí mismo. Para no tener nada que decir de él. Nombrar es ya no tener que decir del teatro ni de sí mismo. Tensión entre el exhibir lo que domina del teatro, de la estética teatral y lo que no. Hay un vacío teatral, que busca en la intermitencia, en el intersticio, el que no nombra. Ese es el que le preserva. De lo que llama, estética del instinto de preservación teatral, del teatro, no de sí mismo. No interesa eso a él. Es la feminidad teatral. Y al hablar del teatro, es para decirse: Decir en el teatro no es Nombrar su teatro, porque de su verdadero teatro, no le es dado siquiera acceder a él. Y sí lo habla será imitado y él no quiere imitarse ni siquiera a sí mismo. Temblores de un excéntrico decadente, se dice y observa con ironía su vida adyacente. Y su intención es morir barrocamente de y en el teatro y por ello ese es su éxtasis y no su estasis. Temperaturas teatrales. 

Para: Andrea del Mar González Ospina 

V

En lo indisoluble se mantiene la relación de lo sensible. No en la historia, sino en el instante mismo donde eclosiona lo sensible. No tenemos pues historia. Es lo que forma y se forman en él de lo que llama su inconsciente estético. Es por la mediación insólita e inexorable con el arte,  lo que él llama arte, desde la densidad de las sensaciones; porque siempre lo poseen cuando se tiene la vía iniciática del arte; la que ha decidido en lo indecible. Dice que porque el arte y la estética son su imán y ellas lo imantan, es pues, en esa perspectiva inasible un imantado, imantado por ellas. No se llena sino con ellas. Ese carácter de la insistencialidad es de lo más excitante para sí mismo, porque cabe en su dimensión estética, sin necesidad de indicar desarrollos de una “teoría” que no sea la de sus proposiciones o esté relacionada con sus proposiciones. No es que no quiere leer y relacionarse con otras, sino que conoce la tensión de las suyas. Es su manera de extender y no extender su obsesión por el arte. Tiene esa tensión proposicional para destruir cualquier quietud e inmovilidad obscena. Teoría de la insistencialidad obsesiva es lo que busca con una excavadora sensitiva que ha sido de él toda la vida y con ella excava en él y en el arte para extraviarse en los rizomas que hace con lo que extrae de esa su realidad, la del arte excavado y excavante. 

 

El libro del tratado de la melancolía. Medellín. Editorial Ojo Mágico. 2014. Págs. 6, 7, 8, 9, 10, 11. 

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