Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Hector Ordonez
Hector Ordonez viceversa magazine

El Jaguares

En una ocasión llegué al trabajo, en el restaurante ubicado en la zona conocida como Upper East, en Manhattan, y me enfrenté con lo que en México llamamos comúnmente “la ley del hielo”. Este término, generalmente escuchado entre los niños, se refiere a la acción de aislar a una persona y no hablarle. Los cocineros habían decidido ignorarme y tirarme miradas de desaprobación por no haber asistido al festejo de cumpleaños del jefe, un muchacho llamado Quico.

Pedir disculpas no funcionaba, y aunque me trataban con normalidad individualmente y mientras nadie nos veía, el momento en el que el bloque se juntaba, yo volvía a ser víctima del desprecio colectivo. Me di cuenta que se sentían discriminados de mi parte por no haber asistido a la fiesta, y no tuve otra opción que convocar un segundo festejo, al modo que ellos quisieran.

“No puedes no cumplir porque ya nos diste tu palabra, y es lo único que tienes ante nosotros, en la noche cerramos la cocina y nos vamos”, dijo Quico para dejarme sentenciado.

Transcurrió un largo día donde me dediqué a hacer guacamoles y llevarlos a los clientes mientras pensaba en la situación. Ahora estaba enlistado y no había manera de huir a la noche del Bronx, un barrio lleno de estigmas y mitos, y sin embargo me sentía motivado a hacerlo. Desde mi posición, era llevar al terreno de lo real aquello que para los cocineros era cotidiano y para mí apenas existía en la imaginación.

Sólo el Mudo, también de Oaxaca, y El Guatemala, apodo que provenía de su país de origen, se enlistaron en la segunda fiesta de Quico. Sin embargo, parecía ser que cuatro éramos suficientes para llevar a cabo el plan.

Me sorprendí al ver que ellos tenían un número telefónico para solicitar taxis que hablaban en español, y me explicaron que por las noches era preferible no tomar el metro si tu destino era el Bronx y eres mexicano.

Con anterioridad había ido a visitar el afamado Zoológico, enorme y maravilloso. Sin embargo, recuerdo el cambio de imagen entre las estaciones del metro, eran todo lo contrario a las automatizadas, pulcras y de alta tecnología que abundan en Manhattan.

Mucha gente me había advertido sobre los riesgos de ir al Bronx de noche, sin embargo poco me importó. El auto nos dejó en la entrada del famoso bar “Jaguares”, el cual ya me habían mencionado en muchas ocasiones con anterioridad. Supongo que sus opciones de diversión se veían limitadas al ser indocumentados y no hablar inglés, me quedó claro que lo frecuentaban bastante.

Al bajar del auto, ellos se percataron que aún traía puesto mi delantal de trabajo, y rápidamente insistieron en que no podía entrar ahí usándolo. Ignoro si les daba vergüenza que los vieran con un mesero, más bien se expresaban como si por algún motivo entrar con esa vestimenta pudiera resultar peligroso para mí.

El lugar era un bar oscuro, con luces de neón difuminadas y música similar a la bachata, la cumbia, y a veces rock mexicano. “Jaguares”, fue el nombre que adoptó la banda Caifanes por un tiempo, una agrupación histórica en el medio de la música y del rock nacional.

“Nadie te puede decir nada, si alguien lo hace nos dices, vienes con nosotros y nosotros te vamos a defender”, sentenciaron Quico y el Mudo para terminar de asustarme.

Dos cocineros más llegaron a nuestra mesa, no los conocía pues trabajaban en otra sucursal del mismo restaurante, propiedad de doña Lupe. Se burlaron del mal español de El Guatemala, quien posteriormente me enteraría, era maya quechua y por ello no dominaba el idioma. Al enterarse que yo formaba parte del grupo de universitarios originarios de León, Guanajuato, también me miraron con desprecio.

Tras dos o tres cervezas decidieron que nos debíamos ir abruptamente, entre ellos interpretaron peligro con otra mesa de dominicanos, el eterno roce. Ignoro los motivos de la rivalidad entre dominicanos y mexicanos, sin embargo es algo alarmantemente común, cotidiano para quienes viven en Nueva York.

Ya en el departamento de Quico, El Guatemala se quejó del trato de los otros mexicanos al burlarse por su manera de hablar. “Ellos tampoco hablan bien siempre”. Tan sólo el desarrollo del vocabulario puede llegar a ser síntoma de inferioridad o prepotencia en algunos casos. Comprendí que en realidad, más bien lo extraño era lo que ocurría en la cocina del Taco-Taco, la construcción de una comunidad sumamente unida y que se defendía a modo de bloque, era algo atípico. En otras cocinas lo normal sería encontrar abuso y competencia entre mismos migrantes, mexicanos e indocumentados.

“Yo sé que dicen que yo gano mucho, que soy el que más gana dinero con la Lupe de todos sus empleados. No es cierto, eso lo empezaron a decir para atacarme a mí. Con mucha fuerza ahorré casi cien mil pesos que mandé a México, yo ya me quería regresar, pero mi papá se los gastó. No debí confiar en él.” Me dijo Quico ya en su casa, también oaxaqueño e indígena mixteco. Llevar al terreno de lo real las vivencias de mis compañeros de trabajo marcó un antes y un después en mi viaje por Estados Unidos; la majestuosidad del Manhattan primermundista, el de Times Square y la Quinta Avenida, es consecuencia del trabajo del tercer mundo.

Antes de irme, Quico se aseguró de pedirme un taxi, “tú no puedes andar afuera sólo, aquí si te van a chingar”.

Regresé a Manhattan con un sentimiento amargo, parecía estar a años luz de distancia del Bronx, apenas a un par de cuadras del mítico Times Square. Esa noche comencé a diseñar mi regreso y lo que sería mi inmersión como intervencionista en situaciones indígenas cuando estuviera de vuelta en mi país.


Photo Credits: Robert Nyman

Hey you,
¿nos brindas un café?