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arturo serna
Photo by: Mykyta Nikiforov ©

El infinito y los ricos

Si bien me crié en un barrio popular de Moreno, no puedo decir que haya odiado a los ricos desde temprano. Mi padre, a quien estoy buscando denodadamente desde hace años, me inculcó con sano juicio un respeto a todos los grupos sociales. Él había sido trabajador en una fábrica y jamás manifestó rechazo hacia sus patrones. Mi padre sacaba la discusión del ámbito personal: todo era cuestión de clase. Los patrones no eran ellos mismos sino que representaban a una clase, la que tiene el capital. A él le había tocado ser obrero. Aunque los ricos eran los dueños de su sudor, cambiarían de idea cuando vieran la sociedad de otra manera. La batalla se debe dirimir en las calles, cuando se haga la revolución, me decía con el libro de Charles Fourier en la mano. Él tenía esa idea de los falansterios, de la comunidad organizada. Se podía cambiar el orden brindando un ejemplo. Era un socialista utópico un poco anacrónico en los años setenta. Mientras los muchachos estaban en los cerros tucumanos con sus balas mi padre seguía con eso de la revolución del ejemplo.

Como ya conté, un día el gringo que era novio de mi tía Conchita, me habló de Evita y de Perón. Ese fue el principio del fin. Con mi conversión equivocada al peronismo me alejé de mi viejo en términos políticos y me acerqué a esa ideología que odia a los ricos. Me vestía como “croto” y si me cruzaba con los patrones de mi viejo los miraba con desprecio. Años después escuché una canción del grupo chileno “Los prisioneros”: la letra se preguntaba “¿por qué los ricos tienen derecho a pasarla tan bien si son tan imbéciles como los pobres?”. Eso reavivó mi prístino rechazo a los ricos.

Pero hoy no pienso igual. Mi peronismo fue sometido a juicio: “el peronismo es un gigante invertebrado y miope”, decía John William Cooke. Y aunque Cooke miraba al peronismo con amor, para mí estaba hablando de la miopía implícita, de la irracionalidad, del amor delirante hacia la patria. El problema más profundo de los peronistas es la adhesión sentimental a los dogmas políticos. Si el jefe dice que deben odiar a equis, lo hacen. Se quejan de los ricos conchetos y no se fijan que sus jefes son tan millonarios como el objeto de su insulto. En mi caso, el recelo hacia los ricos perdura, más allá de mi desaprobación de la burocracia del odio que administran los peronistas. Mi recelo es racional.

No soy elitista en términos económicos. En todo caso, creo en la frágil aristocracia de los artistas. Los millonarios, los verdaderos ricos, viven en una especie de nube eterna de prejuicios. Sueñan con más billetes y nadan en una inutilidad vacía, estúpida. Los pocos ricos que fueron más allá de la estupidez fueron los príncipes del Renacimiento. Sin Lorenzo de Medici y sin Francisco Gonzaga, las pinturas de Leonardo, Mantegna y Botticelli no se habrían hecho.

La mayoría de los ricos piensa solo en la utilidad del dinero. Yo prefiero lo inconcluso, lo inútil. Lo útil es la fiebre animal de nuestro tiempo. En cambio, lo inútil y lo inconcluso pueden ser una fiesta. Lo inconcluso no es lo opuesto al genio o la vida. Es el posible comienzo de todo. “Terminar no es nada, pues solo importa ese momento tan lento y brutal, suspendido como aliento cortado, donde todo eternamente comienza”, escribió el historiador Patrick Boucheron. ¡Qué placer se siente en el infinito de lo inconcluso!


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