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Alejandro Sanchez Aizcorbe

El incidente

A Tulio Mora Gago, en su justa

Oigo alaridos afuera. Ha sucedido antes, en otros estados. Sé qué hacer. Cojo el celular, me dispongo a digitar 911.

“Socorro, socorro!”

Voz de hombre. Abro la puerta. En el umbral del apartamento de al lado, mi vecina japonesa, con su crío en brazos, gesto de preocupación. Arriba, en el segundo piso, en el descanso de la escalera, veo a mi otro vecino, médico chino, jovencito, con su hija de año y medio en brazos. Llora, llora la niña. El médico chino es bajito, amarillo, demasiado flaco. Un poco más y diría desnutrido.

“Llama al 911!”, me grita en inglés.

Antes de marcar el número, le pregunto:

“Qué pasa?”

“Me ha mordido el brazo”, contesta, mostrándome las huellas de una dentadura casi completa en la piel del bíceps. “Llame una ambulancia!”, grita, la mirada fija en la puerta entreabierta de su apartamento.

Cabello azabache, ojerosa, pálida, labios resecos, cuarteados, y sin embargo bella, la esposa está sentada de lado, en el umbral, hacia adentro del apartamento, cerca del tosco piso de cemento del descanso.

Marco 911. Me atiende el despachador. Le describo lo mejor que puedo la situación, le doy la dirección con alguna dificultad porque el médico y su esposa se gritan en chino y la niña llora más fuerte, más fuerte. El despachador me dice que la patrulla está en camino, me pide que le diga la dirección de nuevo. Se la digo, cuelgo.

Subo tres escalones, teléfono en ristre.

“Tranquilízate”, le digo a la china.

No responde.

“Por qué no te paras?”, le pregunto, subo otro escalón.

Se pone en pie.

“Este país es lindo pero quiero regresar a mi casa”, gime. “Me siento muy sola. Mi marido vive en el hospital, no me dedica nada de tiempo.”

“Por qué no toma un poco de agua?”, le pregunto.

Me doy cuenta de que estoy en calzoncillos, la bragueta medio abierta. No siento ninguna vergüenza pese a que la japonesa y los chinos me han visto así. No sé si en medio del desbarajuste se habrán percatado de mi semidesnudez. El marido sigue sosteniendo a su hija en el brazo no mordido. Le bailo, le canto a la niña: deja de llorar, se ríe. La china reaparece trayendo una botella de plástico con agua hasta la mitad.

“Tome más agua”, le digo.

Me obedece.

Bajo a mi apartamento, entro, me pongo un pantalón cualquiera, agarro la pelota de básquetbol, cojo una calabaza anaranjada de plástico, de esas cuyos ojos, nariz y boca sonriente en negro evocan el día de las brujas, y vuelvo a escena. Subo los catorce peldaños de la escalera construida en zigzag. Esta vez, más sereno, llego al descanso del apartamento de ellos. El chino ha dejado a su hija en el suelo. Le doy la pelota. La niña la coge, se la aprieta al pecho con los dos brazos, sonríe. Le ofrezco la calabaza vacía. La chiquita no tiene manos para recibirla. Su madre la toma del asa, se va. La niña la sigue, bamboleándose, con la pelota abrazada. Al poco rato, su madre viene trayendo un tarro, me lo da: pegajoso, sucio, lleno de azúcar.

“Como usted le ha regalado la pelota yo le doy esto”, me dice.

“No puedo comer azúcar”, miento, le devuelvo el tarro.

Retorna a su apartamento. La niña la sigue, bamboleándose, abrazando su pelota. Se cierra la puerta. Le digo al mordido que entre inmediatamente; no se puede confiar en su mujer. Replica que ella no le va hacer nada a su hija.

“Entre!”, repito.

Me hace caso.

A los pocos segundos, seguida del marido y de la niña sin la pelota, la mujer viene trayendo un globo terráqueo y la calabaza. Me entrega el globo terráqueo.

“Cómo me va a dar esto”, protesto.

Insiste en dármelo. Lo acepto, lo pongo en el suelo. Me da la calabaza anaranjada. En su interior hay una bolsa de plástico transparente llena de cereales vencidos. Observo el apartamento de la pareja por la puerta entreabierta: ropa desperdigada, no hay muebles, no hay decoración alguna. Le pregunto a la señora si también es médica. Me cuenta que ha asistido como alumna libre a la escuela de medicina tradicional en China.

“Quiero irme a mi casa, a mi país, con mis padres. Fui muy feliz cuando vinieron aquí, paseamos. Pero regresaron a la China y me quedé sola. Al principio, no hablaba ni una palabra de inglés. Pero poco a poco he ido aprendiendo.”

“Nos entendemos, no?”, le digo. “Pero la verdad es que es muy difícil vivir sola en un país extraño, sin amigos, sin hablar casi la lengua…» «Toca la puerta de mi casa cuando te sientas sola”, la animo. “O cuando necesites que cuidemos a tu hija.”

Sé que lo que le he propuesto jamás sucederá.

He controlado la situación. Quizá por eso el médico me pregunta si soy médico. No. Entro a mi apartamento, saco agua oxigenada del botiquín espejado del baño, cojo el pañuelo blanco recién lavado que pongo entre la gorra y el cuero cabelludo para que la tela de la gorra no me lo lacere. Salgo, le echo agua oxigenada en la mordedura, derramo líquido en el suelo, le pongo el pañuelo sobre la huella de mordedura púrpura, sanguinolenta.

“Está recién lavado”, digo.

No sé si lo he lavado o si me acabo de sonar la nariz con el pañuelo. Voy a mi apartamento, saco del ropero del zaguán el palo verde con esponja retráctil en la punta, subo los catorce peldaños de la escalera en zigzag, seco con la esponja el agua oxigenada del suelo del descanso. Así evito aquello de que a una desgracia suele suceder otra mayor. Retorno a mi apartamento, exprimo la esponja en el lavadero de la cocina mediante el mecanismo retráctil de la punta del palo verde. Devuelvo el palo al ropero del zaguán. Salgo, permanezco en el descanso del segundo piso, frente a mi puerta. Arriba, según veo, la pareja de chinos ha cerrado la suya.

Llegan dos policías enormes. Uno blanco, otro negro. Les señalo el tercer piso.

“Violencia doméstica?”, me pregunta el morocho.

“Supongo que sí”.

Suben, escalón por escalón. Se acercan gentilmente a la puerta. Tocan. Abre el médico chino. Luego de formularle preguntas de rigor y sopesar la situación, le proponen pasar al apartamento. Entran los tres.  Desciendo al primer piso, camino hacia la vereda. Permanezco allí. Llega una ambulancia de la compañía de bomberos. Al llamar al 911 también he pedido una ambulancia. Los paramédicos suben al apartamento de la pareja. Ha llegado otra mujer china. Me cuenta que es amiga de la esposa del médico. Tiene un celular en la mano. Intercambiamos murmullos compasivos.

Minutos después, salen los tres paramédicos junto con la china. La paramédica, una rubia gorduela, simpática, le sonríe, le pregunta si se siente bien. Los sigue el médico chino,  sin el pañuelo, con su hija en el brazo sano.

Salen los policías.

“Gracias”, le digo al blanco.

De algún modo, en un inglés engarbullado, reconoce mi participación, incluyendo la palabra señor.

Me siento señor.

Los autos policiales se alejan lenta, silenciosamente. La china y su marido suben a la ambulancia. Se despeja la pista frente a nuestro edificio. Son tres pisos endebles de madera cubiertos de ladrillos. Hemos escuchado durante más de un año los pasos de los que viven arriba, de la pareja que acaba de irse en la ambulancia; hemos escuchado sus conversaciones y sus chillidos en chino por los conductos de aire acondicionado. Los filipinos que viven debajo de nosotros, en un medio sótano, habrán escuchado nuestros pies hundiéndose en la alfombra, arqueando las tablas del entrepiso. Por los conductos del aire acondicionado, chinos y filipinos nos habrán escuchado cuando nos peleamos a los gritos, profiriendo palabrotas que los chinos no entienden porque hablan chino y los filipinos tampoco porque hablan filipino e inglés. Nos insultamos inútilmente puesto que, como los chinos, no sacamos nada destruyéndonos. La única diferencia es que nosotros no nos mordemos aunque, igual que ellos, nos desgarramos el alma, el estómago, el corazón.

La otra china se va. Subo hasta el descanso del apartamento de la pareja. La calabaza con el cereal está en el suelo; el globo terráqueo, que me interesaba, no está. Recojo la calabaza, desciendo por la escalera en zigzag. Me despido de la vecina japonesa: se ha mantenido en el umbral de su puerta durante todo el incidente, con el crío precioso en brazos.

Entro a mi hogar sujetando la calabaza con un dedo. La dejo en el ropero del zaguán, al lado del palo verde con esponja. Los cuadros, los muebles, los adornos con que mi mujer ha hecho de este apartamento un pequeño paraíso, están en su lugar. Abro la puerta de vidrio, corro la puerta antibichos, salgo al balcón. Me siento en una de las sillas blancas que ella ha colocado al lado de mi bicicleta, echo la cabeza hacia atrás, apoyo los talones sin medias en el barandal de hierro. 

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