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eduardo vilandes
Photo by: nik gaffney ©

El imán del Sur

Esposada a los barrotes de la cama, inquieta, con el cuerpo a punto de estallar después de una noche de amor y lujuria, el mundo parece haberse detenido. Junto al lecho, una botella de absenta explica el aturdimiento que siento. Desde la ventana de la habitación, decorada con motivos florales, el suelo hidráulico y los techos muy altos, con un artesonado de madera, se observa un islote lleno de vegetación. En su puerto, recoleto y al pie de un acantilado, varios barcos de guerra con las velas izadas dan la bienvenida al visitante. La cama está pegada a la ventana, casi tengo la sensación de que estoy flotando con la ciudad bajo mis pies. No puedo quitarme las esposas, aunque el sentimiento de pertenencia a alguien me excita. Oigo un ruido en la puerta, de madera maciza, como de otra época. Huele a hierro forjado. Un sonido me despierta.

Son las seis de la tarde de un día cualquiera de mediados de julio. El calor se percibe en un Torremolinos vacío en donde todo el mundo se recluye en casa para huir de las altas temperaturas. Una vez más me había asaltado a la hora de la siesta ese sueño tan extraño y, de nuevo, cuando estaba a punto de descubrir con quién compartía la cama de mis ensoñaciones, el teléfono móvil de mi vecina lo había fastidiado todo. No me sentaba bien echar unas siestas tan largas porque me levantaba exhausta y de mal humor, sudorosa y con un hambre atroz. Después de comer algo ligero, me arreglé y salí a dar una vuelta. La ciudad seguía vacía. Al pasar por la Iglesia de Santa María del Mar, me deslumbró el Sol que se reflejaba en la estructura del edificio y tuve que sentarme en un banco porque me mareé un poco. Un grupo de japoneses pasó en ese momento al lado de donde me encontraba.

“Esta ermita es una de las importantes de la localidad. La fachada principal presenta una portada de piedra vista y la torre-campanario es cuadrada y está cubierta por un tejado de cerámica vidriada”, explicaba el guía.

El islote estaba muy cerca de ese lugar, a unos 150 metros mar adentro. A la derecha, destacaba un imponente castillo de ladrillo rojo con un arco triunfal en medio, una especie de fortaleza medieval que saludaba al mar con su magnificencia. A la izquierda, una ciudad en ebullición, compuesta por casas de dos y tres alturas, ropa tendida de colores chillones, carros de caballos y suciedad, mucha suciedad.

Estaba tumbada en la cama, desnuda, apenas cubierta por una sábana blanca con bordados a los lados. Alguien hablaba en la habitación contigua: “Traeremos la magnetita de las minas de la sierra porque yo, Manuel Heredia, lo ordeno”.

Otra vez el mismo olor a hierro forjado. Un sonido me despertó.

Las seis de la tarde. De nuevo, una siesta demasiado larga y ese sueño tan extraño con un personaje de otro tiempo. Nada más desperezarme, antes de que la mente empezase a funcionar, cogí un papel y un bolígrafo y apunté retazos del sueño que aún pululaban por mi cabeza: hierro, magnetita, Manuel Heredia. ¿Qué era todo esto? Fui a la cocina, me preparé un té helado y conecté el ordenador. Manuel Heredia había fundado en Torremolinos y Marbella una compañía llamada La Concepción en 1828. Eso ya lo sabía. De hecho, mi madre se llamaba Concha en honor a esa empresa porque mis antepasados estaban emparentados con Heredia.

“Se cuenta que a mediados del siglo XIX un islote artificial servía de almacén de la magnetita que se generaba en las fábricas de La Concepción. Se dice también que Manuel Heredia descubrió los secretos ocultos de ese mineral. Le permitían hacer viajes en el tiempo”, aseguraba el portal de Internet que estaba consultando.

La gente pierde el norte en consideraciones esotéricas. ¡No tenía ganas para tonterías! Había desaprovechado media tarde navegando por la red. Se acabó.

Ocho de la mañana de un sábado. Después de darme una ducha helada, discutir con mi ex por teléfono y tomarme cuatro cafés para espabilarme, dediqué un rato a contemplarme delante del espejo. El recurrente sueño estaba teniendo un efecto positivo en mí. Tras años de hastío y de tristeza, me sentía más atractiva que nunca y me levantaba con ganas de seducir y gustar, en primer lugar a mí misma. No había contado a nadie mis experiencias sensoriales con Manuel Heredia, dotado en mi imaginación de un poder de atracción tal que hacía que se me erizase todo el vello solo de pensar en él.

Era mi amante de ultratumba, el efebo cargado de magnetita que me poseía todas las tardes. En cierto sentido, pienso que había vuelto a cobrar vida en mis sueños para subsanar el error que cometió bien entrado el siglo XIX. Su empresa quebró y dejó en la ruina más absoluta a toda mi familia. De hecho, casi 200 años después no hemos levantado cabeza. Mi madre ha trabajado siempre en el sector hotelero y mi padre ha dedicado su vida a recoger a los gerifaltes que llegaban al aeropuerto de la Costa del Sol. Yo he estudiado mucho, pero llevo tres años y medio en paro, característico de este país de lerdos en el que se defenestra al brillante y se sube a las alturas al ignorante. Como hablo más de seis idiomas, sobrevivo con los recorridos turísticos que ofrezco a los turistas por la Casa de los Navajas y la calle San Miguel. Manuel Heredia siempre había estado presente en nuestras vidas porque arruinó a mis antepasados. “Ojalá le hubiesen tirado en alta mar con una roca atada al tobillo para que los tiburones se lo hubiesen zampado vivo”, solía proferir mi abuela materna cuando se mencionaba a Don Manuel. “Un día volverá del más allá para recompensarnos”, contestaba mi madre con expresión contrita y resignada.

Y ahí estaba yo, que sin comerlo ni beberlo experimentaba sueños eróticos con el señor que había llevado a mi familia del siglo XIX a la bancarrota. En una de mis últimas alucinaciones, de nuevo esposada a los barrotes de la cama y con la cara de Manuel junto a la mía, una voz grave me había animado a que fuese a la Parroquia del Cristo Resucitado. No era la voz de Manuel, quien se dedicaba a embadurnar mi cuerpo de mantequilla para después saborearlo con su lengua y amasarlo con sus manos antes de perforarme con su potente mástil. Era como la voz que se escucha en las películas de fondo cuando el narrador quiere explicar algo.

Hice caso a ese sonido y una mañana me acerqué hasta el templo. La ermita tenía una nave única de mampostería con sillares en las esquinas y un ábside semicircular. A pesar de los casi 40 grados que se registraban en el exterior, se mantenía fresca y los rayos del Sol que penetraban por las vidrieras conferían al recinto cierto aire bucólico y pastoril.

Debajo del sagrario había un pequeño agujero con dos pesados libros. Abrí uno de ellos. “Natalia, la de los ojos llorosos en mi ausencia y la boca excitada y húmeda en mi compañía, la muchacha que llegó del mar y a quien mi corazón anhela, la doncella de los pechos como cazuelas de barro, de la piel tersa y suave que me hace enloquecer cuando la toco”.

Un retrato de una mujer acompañaba esa descripción, un tanto cursi, la verdad, pero hice el esfuerzo de trasladar mi mente al siglo XIX. Estaba tumbada en una especie de diván, con una ciudad portuaria, que recordaba a Torremolinos, bajo sus pies. Llevaba puesto un camisón blanco y tenía enfrente una mesa de mimbre con un vaso de sirope y un plato de naranjas cortadas en rodajas.

Natalia de Lesseps, Torremolinos, año del Señor de 1838, rezaba una frase bajo el retrato de aquella mujer.

Seguí leyendo: “Un día tuve que partir y te abandoné en esa alcoba donde juntos disfrutamos de nuestro amor mientras yo preparaba mi estrategia mercantil en la habitación contigua. Pero volveré a por ti, si no es en vida, lo harán mis sucesores, si no puedo tocarte con mis manos terrenales, te poseeré con el poder de los sueños porque eres mía”.

El retrato se parecía muchísimo a mí. Al principio no me percaté, pues suele ser difícil encontrar parecidos con uno mismo en una foto o cuadro antiguo, muchas veces por pudor, aunque al examinarlo más a fondo lo tuve claro. Era yo. Me asaltó un sentimiento de nostalgia y gratitud como nunca antes había experimentado y, al mismo tiempo, me humedecí entera al imaginarme con Manuel.

Salí corriendo de la parroquia, llegué casi sin aliento hasta mi casa, recogí mi bolso y me monté en mi coche. El camino fue largo, el calor era insufrible y mi mente funcionaba a mil por hora. Me llegaban retazos de los sueños de las últimas semanas a modo de fotogramas; me recordaba a ese túnel lleno de imágenes y de seres queridos que dicen haber visto las personas que han vivido una experiencia cercana a la muerte. Manuel y yo en la terraza, Manuel batallando contra inexistentes molinos de viento, Manuel besándome y haciéndome el amor con Torremolinos en el horizonte, Manuel poseyéndome con esa furia animal que tienen los hombres sabedores de que es posible que no vuelvan a ver jamás a la persona amada si la crudeza de la vida así lo decide.

Terminé en las dunas de Artola. Estaba sola. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Recordé algunas definiciones que había leído sobre la magnetita durante las semanas que había recopilado información. Es un mineral empleado por algunos insectos, como las abejas, para orientarse en el campo magnético de la tierra. Las palomas, por ejemplo, tienen en el pico pequeños granos de magnetita que determinan la dirección del campo magnético. Según la filosofía hindú, sus propiedades se relacionan con los viajes astrales y la regeneración interna del espíritu. Los budistas le otorgaban atributos sexuales.

Durante más de 20 años mi vida había estado en barbecho, temerosa por el qué dirán, sin el valor suficiente para ponerme el mundo por montera y acongojada ante la ira de los demás, que me dominaban como a un cervatillo. Después de mucho tiempo, ahora me sentía viva y con ganas de respetarme y hacerme respetar. No sabía si había sido fruto de mi imaginación, de mi carácter neurótico o simplemente del destino, pero soñar con Manuel me había cambiado por dentro.

Sentía que su valor se había apropiado de mí y desde el más allá me daba fuerzas para volar alto y vivir como un ser libre. Quizá era la magnetita y su embrujo, que como nitrato en suspensión había llegado hasta mí a través de mis sueños.

¿Estaba loca? Posiblemente, pero me daba exactamente igual. Era la escritora de mi propia novela personal y yo decidiría cuáles serían las acotaciones, por muy absurdas que fuesen. Porque la felicidad, decía mi abuela, no es algo establecido sino que depende de tus propias acciones…


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