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esteban ilerardo
Photo by: Jack Wallsten ©

El idioma de los rostros

El cine educa la mirada, enseña otros modos de percepción visual. El ojo cinematográfico, ya lo advirtió Benjamin en La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, amplía la presencia de las cosas, lo antes no advertido es puesto en un primer plano. En la década de los 80’ el cineasta Godfrey Reggio contribuyó con su especial cine documental al primer plano no tanto de las cosas, sino de rostros mudos y silenciosos, percibidos con nitidez y embrujo. Y ese modo de ver el rostro es especialmente válido para evocar los rostros sufrientes de las víctimas de la pandemia que se originó en Wuhan; rostros invisibilizados en el segundo plano de lo no percibido.

Primero un maestro del rostro percibido. Godfrey Reggio se crió en Nueva Orleans, Luisiana. Activista social, promotor de muchos proyectos comunitarios y de estímulos a la expresión artística. Trabajó para la American Civil Liberties Union, y participó en una campaña multimedia para difundir la conciencia sobre el peligro de la tecnología como destructora de la vida privada y como medio de manipulación.

Ante todo, Reggio es conocido por su excelente trilogía Qatsi, con las poderosas películas documentales experimentales Koyaanisqatsi (1983), Powaqqatsi (1988), y Naqoyqtsi (2002). Palabras de la lengua hopi, una tribu nativa norteamericana, de Arizona. Así Koyaanisqatsi significa “vida desequilibrada”, Powaqqatsi “vida en transformación”, y Naqoyqtsi “la vida como guerra”. La música de Philip Glass contribuye a potenciar el efecto de estos films de un dinámico lenguaje sonoro-visual sin voz en off.

En Koyaanisqatsi se introduce el recurso de la cámara que acerca los rostros en primer plano. Su presencia se hace más intensa y magnética por sus características. Primero el rostro aparece como instantes de inmovilidad entre imágenes de velocidad y vértigo; segundo, los rostros interpelan al espectador. Este último recurso ya fue usado por los pintores del Renacimiento o el manierismo.

El rostro deviene en lo contemplado por el ojo a través de la lente cinematográfica, y en lo que nos observa. En la agitación urbana, la mirada fílmica de Reggio se demora en los rostros habitualmente no observados. Recuperación de la dignidad y la hondura expresiva de los rostros en su individualidad y singularidad. La diferencia de un rostro respecto a otros millones de rostros. Texto de las expresiones faciales, escritura en el cuerpo que el ojo sensible lee en el rostro y sus expresiones de la dicha fugaz, la tristeza que amenaza con un gesto permanente, la angustia o una soledad silenciosa.

La riqueza del idioma de los rostros regocijó al ojo de los artistas del Renacimiento que iniciaron el arte del autorretrato con Alberto Durero. Leonardo capturó en un gesto indescifrable de seducción la sonrisa de mujer en La Gioconda; los rostros de El Greco, por su parte, expresan una sensibilidad espiritual en brillantes ojos llorosos.

Y el rostro, por ejemplo, motivó un hondo filosofar en Emanuel Levinas. Para este pensador, el rostro no es un conjunto de datos específicos, sino la percepción de la alteridad; es decir: por la percepción del rostro ajeno sé que estoy ante otra persona. No es sólo cuestión de ver otro rostro como algo que está ahí, sino percibirlo como alteridad, que en latín significa “otro”. Por eso Levinas dice: “Nosotros llamamos rostro al modo en el cual se presenta el otro”. El rostro del otro no se reduce a un rostro como bello o feo, joven o viejo. El rostro “es aquello que no puede ser poseído por un pensamiento… te conduce más allá”.

Pero el más allá del rostro suele diluirse en lo no percibido cuando deambulamos (en los tiempos pre-pandemia) entre la multitud, o cuando el rostro se contrae a un conjunto de datos, de información biométrica, en los cada vez más sofisticados programas de reconocimiento facial, activados por cuestiones de seguridad, pero también como parte del mejor control y vigilancia de las poblaciones.

De la percepción del decir silencioso de los rostros por una actitud artística, como en el cine de Reggio, al rostro desvanecido entre la velocidad y el frenesí que ve sin ver, y recorre cientos de rostros sin leer alguna letra siquiera en las caras indiferenciadas. Y el idioma de los rostros también quebrado por el ojo de las máquinas del reconocimiento informático de un rostro, o de cualquier rostro, sin un más allá en su presencia y expresión.

Pero una forma más visceral incluso de pérdida del idioma de los rostros es la indiferencia a lo que trasmite una mirada, una expresión, en el momento en que otro está cercano a la llegada silenciosa de la muerte.

El instante final se acelera en los tiempos trágicos, en las guerras, en las oscuridades de las persecuciones y fusilamientos, o en la noche biológica de un virus impersonal que destruye el derecho a una vida más larga.

En el segundo plano de lo no percibido yacen en un cono de sombra los rostros cuyas líneas se desvanecen entre el estrago pandémico. Rostros devorados por las estadísticas, por un número, como todas las muertes desde el punto de vista de las defunciones contabilizadas por la sociedad bajo algún tipo específico de muerte. Muertes por el cáncer, por asesinato o por el virus. Muertos todos en los que los rostros no dicen, como en el rostro despojado de su idioma y no percibido en la vida diaria despersonalizada, o en el rostro de las categorías generales del reconocimiento facial informático que solo entiende de rostros de cierta edad, sexo y con o sin prontuario.

Y solo la percepción sensible de algunos, o la imaginación literaria tal vez, puede percibir ese idioma de los rostros que, en los hospitales, en las clínicas, o los hogares ensombrecidos, dice una última palabra silenciosa, incomunicable, en el instante de la despedida de este mundo.


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