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fabian soberon
Photo by: Richard P J Lambert ©

El gaucho islandés

a Luciano Dutra

Luciano Dutra tiene un vaso en la mano con la dosis de alcohol justa, suficiente. El elixir dispara la vuelta al pasado.

Su voz en un murmullo me permite configurar la tierra de sus ancestros. Lo veo subido al caballo blanco de su abuelo, limpio, bien vestido, en el campo abierto, en la frontera con Uruguay. Realiza una cabalgata por semana, como el niño prodigio de una sociedad acostumbrada a las proezas.

En la adolescencia, se pasea en el caballo, imitando las películas de cowboys vistas en el cine del barrio, al sur de Brasil. Algunas películas las ve en español; otras, en portugués. Desde joven aprende los dos idiomas como una marca de su futuro bilingüismo.

Luciano no bebe, aún. Mantiene el vaso en la mano. Evoca esas imágenes con la saudade como una manta sinuosa que lo envuelve, todo.

Cerca de cumplir los veinte, conoce a un periodista que le ofrece escribir sobre cine. Se estrena como cronista. Todas las semanas, mira una cinta estentórea en un cine minúsculo, de barrio: John Wayne, John Ford, los ciclos que recuperan joyas del western. Sin darse cuenta, acumula en la retina –ya no en sus hombros– los metros de caballos, desierto, cañón, cowboys, mujeres despechadas. Lo bueno, lo malo y lo feo del cine pasa por sus ojos y termina en un papel con música inolvidable.

Por una maniobra imperfecta de su abuelo, su familia se ha empobrecido; ya no tiene tierras ni animales. Desde una ventana estrecha, subido en la terraza solariega, Luciano mira la llanura despoblaba, áspera, y anhela ese pasado lejano en el que se subía al caballo con la intención de competir en el Gran Premio de la ciudad, en el hipódromo. Un tío rápido y chistoso le había augurado un futuro de jinete y de goleador. Pero ahora sabe que nada de eso se ha cumplido.

Cuando se instala en Islandia, lo primero que ostenta en su curriculum es que tiene experiencia como jinete y cuidador de caballos. Pero en la isla de hielo los animales cumplen otras funciones y nadie quiere competir en los ponis, en los petisos injustos y salvajes. Luciano ya sabe, aunque no quiere admitirlo, que trabajo está en los libros y entonces abandona el objetivo de trabajar como Hemingway, como un hombre de aventuras y guerra. Hay varias razones que lo obligan a desestimar ese trabajo: el país no tiene ejército. Islandia no ve en la bravura de los “gauchos” un futuro a recuperar. Por otra parte, ¿qué sentido tendría convertirse en un forajido en la selva gélida y sigilosa de los vikingos? Su deseo carecería de originalidad. Las historias de bravos guerreros con espadas de oro –con las luces que estallan entre las olas procelosas– ya tienen una tradición escrita.

Unos meses después de instalarse, advierte una solución a los desafíos del presente. Encuentra una vía media entre el galope álgido del animal encabritado y la lenta recuperación de la memoria literaria: se convierte en traductor. De ese modo une las dos líneas que lo obsesionan: los versos de Borges que lo llevaron a la isla y el pasado tumultuoso y perdido: los caballos. Así, Luciano se dedica al arte de unir culturas, a la vocación de transcribir en las lenguas romances la gesta de las iracundas historias escandinavas.

Una noche, lo asalta un sueño único, insólito: al lado del géiser se erige una montaña hecha de lava y lodo. Él, joven, deambula en el viento como pastor de caballos petisos. Alguien le grita desde la lontananza el mayor elogio que puede recibir un gaucho del sur de Brasil. En medio del pantano una voz grita: Luciano, el gaucho islandés.


Photo by: Richard P J Lambert ©

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