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Esteban Ierardo
Photo by: Nikita Nikiforov ©

El fuego

Recuerda a los humanos y animales que mueren en un mismo fuego.
M. Stiner

La lluvia termina. La calle se seca rápido. Con su bicicleta, el carpintero Ancel atraviesa la Prager Strasse para ir a su taller. Allí, todos los días talla lentamente la madera.

En su casa de sólidas paredes, vive con su esposa Viveka, y Erika, su hija, una niña de seis años, que crece en su mundo imaginario, con juguetes, un ser de fantasía, y sus animales: el perro Ritter y la gatita Marlene.

El ser de fantasía de Erika, Zelig, es un niño de ojos tristes, vestido mitad payaso y mitad oficinista. Frente a la chimenea del hogar grita, salta, chilla, silba, canta, o habla con palabras lentas, cadenciosas, casi inaudibles. Habla más fuerte, le pide siempre Erika. Hace tres días, afuera se pincelaba el atardecer, dos perros pasaban frente a la casa, y Marlene se revolcaba en el jardín del fondo, entre retazos de tierra y árboles de higos y cinco naranjos.

Frente a las llamas de la chimenea, Zelig le dijo a Erika: este fuego es muy chico, pronto vendrá el otro, más grande. Y con sus ojos negros y verdes, Zelig miró la fogata temblorosa.

Erika no entendió. Nunca entiende a Zelig. Es un chico raro, que dice cosas como a escondidas y, por lo que sabe, no tiene ningún otro amigo, más que ella.

Ancel llega casi en la noche, luego de una jornada de trabajo duro, pero placentero. Con sus manos le dio vida a un mascarón de proa, no destinado a encabezar un barco en sus travesías marinas, sino a decorar una cama matrimonial de un marino retirado. ¡Qué ocurrencia! Seguramente el hombre de mar quiere seguir navegando los océanos bien abrazado a su esposa tan nostálgica, como él, de los tiempos de la amplia libertad de los mares.

Tiempos de más libertad. Sí. Ancel va al altillo y ve el retrato que guardó allí. Hace tiempo lo bajó de donde estaba colgado antes, sobre la chimenea. Entonces, el retratado escudriñaba la sala del comedor y dominaba con su mirada furiosa la intimidad familiar. Pero desde mucho antes de una batalla perdida en Rusia, el carpintero dudó, y derribó en su mente los altares que durante años pontificó. Algunos espíritus cambian cuando ven, al fin, la miseria a sus pies, que los velos de la ideología siempre ocultan.

Y Erika juega con Ritter y Marlene. Ritter la persigue a todas partes, quiere a veces comida, pero de eso se encarga Viveka. Lo que pide de Erika, en realidad, es su compañía y caricias. El placer de algún juego compartido. Marlene es más retraída, pero suele saltar a la repisa sobre la chimenea y verla con sus ojos verdes empotrados en un cuerpo suave, de piel blanca. Es la forma de Marlene de buscarla a Erika. La gata parece entonces un ser mitológico, una diosa discreta entre los humanos asombrados.

Ancel lo viene pensando hace mucho tiempo. Cree que esta noche es el momento de hacerlo. Y Ritter salta entre Erika y Marlene, pero la gata tiene sus reparos, y a veces opta por ignorarlos. Y Zelig escruta silencioso las llamas. Erika entonces lo ve solo a él, confundida. Frente a la chimenea, Zelig hojea un libro. ¿Qué lees?, le pregunta la niña. Solo mira, aunque no entiendas, le dice el chico de fantasía mientras pasa las hojas de un libro de tapas vetustas y letras doradas y desgastadas. En las páginas que se suceden una detrás de otras, se apelotonan imágenes de casas, fortalezas, puentes o ciudades incendiadas. Mucha gente quiere escapar, aterrorizada y, entre ellos, animales también aterrados buscan huir: perros, gatos, cotorras, caballos, gallos y gallinas. En otra ilustración hay una fortaleza pintada de verde oscuro, devorada por las llamas, de la que escapan pájaros, gatos y perros. Pero no todos escaparán, dice Zelig. Erika no puede comprender. Este es un fuego, afirma el chico mitad payaso, mitad oficinista, el otro vendrá pronto.

Y el carpintero medita, en el modo de su queja. Lo que busca es un acto simbólico, silencioso. Las acciones de emancipación no son siempre las que gritan improperios feroces y declamaciones absolutas, sino rupturas calladas, fuera de toda mirada ajena. Esa sería la verdadera liberación.

Entonces el día nuevo repite las rutinas. Con su bicicleta Ancel cruza la Prager Strasse para ir a su taller. En el camino casi se choca con un tranvía. Ve a muchas mujeres con sus hijos, señores con sacos impolutos, los jóvenes con pantalones cortos y medias alzadas, los camiones con soldados niños y ancianos. En su fuero íntimo, el carpintero se dice que aunque no lo quieran ver, ellos también lo saben, tienen que saberlo.

Y cuando llega a casa encuentra a su esposa encargándose de los menesteres diarios. Viveka se dio cuenta antes que yo, se dice el carpintero. Ella siempre fue más sabia. La diosa madre presiente mejor la falsedad de los hijos. Y no entiende por qué Viveka mira a través de la ventana asustada, como si percibiera una criatura extraña escondida entre las nubes.

Erika juega con Ritter, y Marlene no quiere que la molesten, cuando se apoltrona en la esquina de un sillón.

Zigel escudriña las llamas de la chimenea. Hace mucho frío. También, luego, ve a través de la ventana. Ya está por llegar, susurra. Y el carpintero se decide, va hasta el jardín. Con madera que antes hubiera usado para hacer un mueble, ahora enciende un fuego. Y a la fogata arroja el retrato de Hitler, mientras en el cielo de Dresde llegan más de mil bombarderos con miles de toneladas de bombas incendiarias. En un fuego inmenso, Ritter y Marlene te buscarán Erika, por última vez.


Photo by: Nikita Nikiforov ©

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