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Fabian Soberon
Photo Credits: Christoph Wurst ©

El filósofo esclavo

Epicteto es esclavo y es filósofo. Al lado está su amo, Epafrodito, el liberto. Epicteto no escatima en decir una vez más una idea sobre su condición de mortal. El amo no es un pensador. Sin embargo, paladea las palabras como un viejo glotón en un banquete imperial. El amo conoce el arte de la oratoria y, quizás por eso, sabe que su esclavo es un filósofo que no repite un esquema verbal sino que arma una serie conceptual única. El amo siente que el consejo de su esclavo lo desestabiliza y lo ayuda a pensar la degradación de su tiempo.

Epicteto, estoico, se levanta de la silla y se acerca a la ventana. No lleva grilletes ni tiene las manos atadas. Su servidumbre es invisible. Ha nacido con la daga de la prisión en su pecho y el horror y la estulticia son marcas inseparables de su condición.

Con la cara de frente al sol, el esclavo se regodea en el calor que le baña los ojos. Está ciego de luz. Prefiere el día: la oscuridad de la noche está asociada a la pesadumbre y al azar de la pasión. Por lo demás, nunca es libre pero de noche, a veces, recibe latigazos simbólicos e inútiles. Lo principal es seguir la guía de la razón. Esta es la única garantía de la felicidad.

Gira sobre su cuerpo. El amo, seguro de sí mismo, le pide que vuelva hacia él. Epicteto obedece.

El amo le pide que baje la cabeza. Epicteto agacha su cuerpo como un ovillo frágil y deja que los ojos se peguen al piso. Siente que esa es la posición correcta. Y no debe modificarla. A decir verdad, no quiere ir en contra de la naturaleza. El pelo grueso y profuso cae sobre su frente como una huida falsa.

Ni bien cumple con la acción, agrega unas palabras a su prédica serena. Sabe que nada hay de bueno en la actitud de ostentación y en el vano elogio del lujo. El amo escucha con atención. Epicteto repite lo que ha dicho incontables veces: el bien existe y el sentido de la vida se juega en el abandono de la osadía y de la arrogancia funesta.

Fútil, el tiempo ataca a los hombres con pie equitativo, agrega.

Después de haber recibido la lección diaria, el amo se levanta y camina hacia el umbral. Le hace una seña. Epicteto lo sigue como un perro dócil.

En la calle, lejos, el amo y el filósofo ya son dos sombras nítidas en el horizonte violáceo.

La habitación ha quedado vacía. El sol entra por la ventana, impúdico. El mundo seguirá girando cuando Epicteto y su amo ya no estén en este mundo. Esa constatación no lo turba. Al contrario: Epicteto siente que la muerte es la forma real de la libertad.


Photo Credits: Christoph Wurst ©

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