El profesor Galileo Galilei bebe con sus amigos en la casa de un colega. Algunos alumnos se ríen y festejan las bromas del astrónomo. Luego, entre carcajadas y acertijos, Galileo toca un instrumento. El padre acaba de morir. Con la sinuosa melodía le rinde un homenaje a su padre, músico también. Solo, Galileo sale un rato a contemplar la laguna breve desde el balcón solitario. Y se quiebra.
Cuando está parado en el balcón divisa, a lo lejos, la silueta oscura de un joven. El joven se acerca y le hace señas, amistoso. Le dice su nombre: Michelangelo. Galileo lo saluda y advierte que es el pintor conocido como Caravaggio. El rumor ha corrido como veneno entre las aguas y las calles. El pintor huye por un crimen y busca asilo desde hace muchas noches.
Galileo lo invita a subir. Caravaggio se niega y le hace señas con los dedos en la boca. Le pide silencio. A partir de ese instante cómplice, el prófugo Caravaggio sigue su huida por las sombras nocturnas, debajo de los aleros y los techos susurrantes, como un fantasma.
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