Mauricio escuchaba Beethoven con el volumen al máximo. De afuera no se escuchaba nada, la casa era hermética, en la calle se pensaba que eran fantasmas los que la habitaban, que eran fantasmas los que encendían las luces por la noche y aquella figura delgada de Mauricio, el eterno guardián, que ha sido viejo siempre, ojeras, barba y bigote blancos y alrededor de la boca amarillos de tanto fumar, piel morena y porosa, arrugas en las mejillas y la frente, orejas peludas, lóbulos caídos, manchas en los dientes, retrato de Dorian Gray con boina negra de cuero curtido.
La casa olía a temperas y orines. El piso salpicado con vinilos y acrílicos. Tablas para mezclar óleos que se camuflaban con bastante sencillez entre los platos de la cocina que siempre estaban sucios. El baño era en madera, se encontraba pintado con enormes miembros masculinos, piernas musculosas y abdómenes marcados, la figura de Apolo sobre el vidrio de la ducha y detrás del inodoro, colgado en la pared, un pequeño espejo inclinado en un clavo de la manera adecuada, así nunca orinabas solo.
Mauricio era conocido por haber sido el mejor falsificador de la ciudad. Tomaba algún pintor y estudiándolo, estudiándolo, comenzaba a falsificar sus obras. Su especialidad era Picasso, lo estudió por años, encerrado mirando documentales, leyendo libros, hasta por fin encontrar la pincelada. Una vez descubierto el trazo, no paraba hasta que fuese casi imposible diferenciar una copia del original, hay quien dice que el original es imposible de igualar puesto que el original tiene alma, inspiración, enfermedad, obsesión y demás cosas que se les ocurren a los estetas; por otro lado la copia no es más que el arte de aprender a repetir, no hay nada de especial en ello. Mauricio le sacaba todo el provecho posible, vendía los cuadros a galerías como copias autorizadas. Aquellos que venían a dar crédito de ella, de su autenticidad, marcaban con el sello: “Aprobado”.
El dinero que quedaba de las falsificaciones, era gastado con prontitud en las idas y venidas de licores, drogas y la compañía de jovencitos. Cuando sus ganancias se encontraban evaporadas, comenzaba un nuevo proyecto. Mauricio no guardaba ningún ingreso para su jubilación, no servía de nada, siempre ha sido viejo, a lo Benjamín Button, pero creciendo y siguiendo viejo. Su nuevo proyecto consistía en desnudos, pero él solo permitía que fuesen muchachos de 18 años. No hacía falta pagarle a ninguno de ellos pues en el momento en que terminaba de trabajar, los seducía y tras algunas copas de vino barato, los montaba en su cama y no quedaba nada más por hacer. Cuando se cansaba de ellos, simplemente los dejaba y él salía a vender los desnudos, tenía amigos con poco gusto que aún se interesaban en su trabajo y le daban un dinero aceptable para él.
Hubo un muchacho especial, Roger. Mauricio lo supo al instante, era muy evidente, nadie más hubiera pensado que era de esa manera; la idea del fantasma se encontraba muy presente, muy adentro. Nadie llegaría nunca a tener las ideas que él formulaba mirando a Roger, fueron las líneas de la cara lo primero que notó, después vino el resto.
Cuando empezó con el primer boceto, fue el preciso instante en que lo comprendió por completo. Se lanzó con el lápiz a las manos de Roger, se inclinó por los detalles; era de lógica para Mauricio no arrancar por lo que más le atraía, ¿qué sentido tenía organizar el rostro sobre el papel cuando aún no descifraba los misterios del cuerpo? Gran consejo del fantasma, quien de paciencia no tenía nada. Un lunar muy obstinado no dejaba de crecer en el cuaderno. El joven trataba de dejar las manos inmóviles, pero su interés por Mauricio se encontraba en un estado pleno. Nervioso, es lo más preciso, casi incómodo. Mauricio se dedicó por completo al lunar, pero parecía dar vueltas en las hojas del cuaderno. Hubo cuatro papeles arrugados y desechos, todo por él, no podía comprender la forma, así que dijo: “Ya llegará el momento, con los óleos se verá mejor, sabré hacerlo”.
El joven miró fríamente la imagen de Mauricio, se asustó. Él, Mauricio, parecía comenzar a enojarse, pero Roger no entendía por qué. Cuando Mauricio le pidió quitarse la ropa, Roger vaciló por un segundo, luego trató de entregarse. Lo hizo muy lentamente. El miembro saltó de los pantalones con tanta delicadeza y timidez que Mauricio pensó que todo lo que imaginó y sintió, no fue más que eso, una ilusión. Se fue desgastando el fondo y cada cosa que se intentaba definir en el papel… todo se movía, lucía como la sensación absoluta.
Mauricio se concentró tanto en el aparato que la forma se dobló sola en el papel. La figura tenía venas y texturas, él volvió a dibujarlo y a sentirse insatisfecho; como el fantasma se encontraba despierto, los retratos no estaban de acuerdo con su idea de cuerpo. Roger se movió rápidamente, silenciosamente, fuego certero, impecable, Mauricio no le quitaba un ojo de encima. Se acercaron intentando mantener distancia, hasta que Mauricio aturdido por su propia intolerancia a la lejanía, trepó con sus dedos por las piernas del joven y encontró en la cima el aparato iniciador de todo.
El resto del día, el arte se manifestó fuera del papel.
Todas las tardes las cosas se tornaban de rojos y coloridos frotes de piel. El sudor limpiaba los pinceles manchados, los cuadros se extendían con salpicaduras de cuerpos, las siluetas de miembros y torres desproporcionadas, arte, arte, arte… tanto como a Mauricio le gustaba, como lo enfermaba la combinación de los olores del acrílico con genitales irritados. Roger no mostraba la más mínima insinuación de desagrado, Mauricio tenía la capacidad de abordar la totalidad de los deseos de Roger, sus cuerpos estaban diseñados para encajar a la inversa.
El fantasma miraba todo, se convencía, incluso, de que ellos no valían la pena, que eran un maldito error, algo tan maravilloso seguro no lo es; algo que es tan verdadero, probablemente es la mayor mentira. El fantasma se inclinaba a las orejas de Roger y lo insultaba mientras que Mauricio se encontraba recostado en su cuello. Es muy evidente la intención del fantasma. Ese es un monstruo entrometido, como un diosecito que entra en las paredes a mirar los secretos de los amantes y luego los difama en medio de su propia locura. Va por la casa mezclándose con las pinturas y los marcos de Mauricio, las destrucciones que saltan como arrugas del lienzo, susurra, susurra… más, más… también, en todo caso así va, de ¿qué otra manera puede ser? Duerme en los cuartos más empolvados y respira en ellos, los lugares donde habita Mauricio, es donde se encuentra asfixiado, no soporta la presencia de Mauricio, pero en evidencia no es capaz tampoco de dejarlo. Están condenados a odiarse mientras se abrazan.
El olor a óleos y trementina despertó a Roger quien moviéndose muy lento se levantó de la cama. La mañana era tremendamente fría, Roger se abrigó con la camisa de Mauricio. Roger caminó por la casa, le gustaba encontrase solo en la casa, por un momento sintió que era el dueño, que cada esquina y muestra de arte era suya, con su sello, su silencio, la obsesión inagotable de encontrarse, de pensar que él era el artista. Sus pasos lo llevaron hacia el cuarto de su retrato. Miró las formas, las líneas dibujadas por Mauricio, su cuerpo desnudo en el papel, aún los bocetos tenían algo de bocetos, Roger no comprendía mucho la idea de tantas sombras y marcas con los dedos al mover el carboncillo. Es extraño, simplemente se dejó entusiasmar por la idea de estar con un artista, llenarse la cabeza con conceptos, hacer parte del acto creativo de Mauricio, sentir por un segundo que él también pintaba y la gente lo admiraba por eso, se dejó llevar, no tenía el menor conocimiento de que el pincel lo ponía el fantasma, que la profunda forma era por completo razón del fantasma, nada más. Pero Roger con sus ojos pequeños y su enorme error de intención, no alcanzaba a ver la fotografía completa, simplemente percibía la forma del marco que brillaba; adentro, en la imagen, para él no había nada, solamente una estampa, no podía sentir, se quedó cojo en el camino de las pretensiones.
Mauricio abrió los ojos al no sentir el cuerpo de Roger junto a él. Caminó por la casa pero no lo encontró en ninguna habitación. No había rastro ni siquiera de la ropa del joven. En el cuarto de bocetos, Mauricio encontró las huellas rojas de Roger marcadas en el piso por un óleo pisado. Todo el tubo desperdiciado, regado sobre papeles y baldosas. Mauricio se sentó en el banco de su escritorio y sacó un cigarrillo. El aire se tornó de un gris azulado. No tenía óleo rojo, no podía hacer nada, no quería salir. ¿Dónde estaba Roger?
– Odio pensar que lo estás esperando.
– Hoy no quiero escucharte, me encuentro muy bien para prestarle atención a una sombra – dijo Mauricio.
– ¿Sabes lo que estuvo haciendo mientras dormías?
– No – contestó Mauricio.
– Era una pregunta retórica. Caminó creyéndose dueño de la casa.
– Él puede ser el dueño de la casa.
– ¡Por favor!, no me digas que realmente te interesa este joven.
– Sí, mucho, me devuelve la inspiración, ya no tendré que dedicarme a las falsificaciones.
– Eres un artista mediocre, vives de la mediocridad, del genio de otros, no tienes arte porque nunca serás tú, lo que eres no es. Un muchachito nunca podrá hacer crecer lo que no tiene semilla.
– Es comprensible porque han dejado tantas personas esta casa.
– ¿Crees que yo estuve con ellos?, no, para nada. A mí solo me interesa atormentar a aquellos que desean el arte y no pueden crear, esos que se esfuerzan con hambre, pero de nada les sirve pues sin talento la pólvora está mojada. Tú me interesas más, eres peor, porque deseas el arte por comodidad, gran error. Nunca he visto que realmente te esfuerces, parece una mentira que te llames pintor o artista o cualquier cosa.
– Mi vida es pintar.
– No, pintar solo es tu trabajo, quieres las formas y las líneas para llevar carne a la cama.
– Me parece todo un arte, no cualquiera sabe hacerlo.
– Solo eres un manipulador, no un artista.
– Bueno, manipular tiene su arte.
– Lo peor es que confías en ese niño y ni siquiera sabes lo que está haciendo.
– No me interesa.
– ¿No?, yo creo que sí. Tu niño, Roger, se encuentra en la cama de otro pintor, y éste realmente es un artista, no una copia frustrada de Picasso.
– No valen la pena esas necedades. No veo manera de que lo sepas – contestó Mauricio y salió del cuarto a toda marcha. El fantasma tras de él.
– Es muy fácil, ese niño se movía como alguien pretencioso, se puede sentir en su cuerpo, su calor es enfermizo, no sanador. Créeme cuando te digo que es peor que vos, es un parasito pegado del tronco que lo alimenta por su falta de talento. Solo ofrece carne y finalmente lo que queda es mugre, remordimiento, soledad y un salpullido insoportable.
– Sombra estúpida, te contradices. Sé que me odias, pero parece que quieres ayudarme.
– No me interesa más que el tormento que yo te ofrezco. Tu cabeza toda concentrada en mí. Todo lo mío en tu miedo.
– Así que son celos.
– ¡Por supuesto!
– Que interesante tu inseguridad, y eso que soy yo la figura sin carácter. Das lastima, y pensar que fui yo el que te temía.
– Pues, ya verás si soportas a tu niño, cuando regrese solo por un dibujo o una simple línea que él no es capaz de presentar.
Mauricio se sentó frente al boceto de Roger y devoró cigarrillos como leña en el horno, mientras repasaba con los ojos el dibujo. Pasó su lengua por cada diente y comprendió todo lo que le faltaba a la figura, lo poco que había allí. Tres líneas lo obsesionaron. “Esto es basura” se dijo. Las inclinaciones del pene, cada vena, cada retazo de carne, todo lo que había llamado la cama, ahora, un espantoso error, una afirmación a la falta de talento. Con los ojos muy abiertos se abalanzó sobre el papel y con el cigarrillo que colgaba de sus labios acribilló el boceto. Inició en los testículos, despedazados, miseria, un cáncer incurable.
El calor del cigarrillo perforó el lienzo, los tejidos se reventaron y el dibujo terminó viéndose con un enorme anillo de fuego en el centro. El cigarrillo fue extinguiéndose hasta que finalmente el lienzo estuvo marcado con cenizas que caían como lágrimas. Mauricio se puso de pie y remojando una brocha con pintura blanca atacó el lienzo hasta dejarlo sin una sola marca del miembro de Roger y luego para no dejar rastros, tomó una larga percha de madera y montando un rodillo, lo hundió en el tarro de pintura blanca y despegó a rodar por todo el piso eliminando las pisadas de pintura roja de Roger. Las pinceladas serpenteaban sobre el suelo y luego se convertían en rectas que se cruzaban, Mauricio enloquecía y se veía alegre. Encendió un cigarrillo y luego puso a todo volumen a Beethoven. Tras dejar el piso totalmente blanco se sentó de nuevo mirando el lienzo en donde estuvo el primer boceto de Roger, ahora blanco y con el agujero de cigarrillo en el centro, donde iban los testículos.
Beethoven, Beethoven sonaba con tal fiereza que el fantasma intentó hablar a Mauricio y Mauricio no respondió, no escuchó.
– ¡ME GUSTA CUANDO ENLOQUECES!
Pero Mauricio no contestó, no daba más respuestas. El fantasma más y más hablaba pero ya no había objeto, Mauricio se encontraba muy ensimismado. Miraba el lienzo blanco con tal concentración que comenzó a imaginar la próxima pintura que ocuparía el lugar, podía ver a Roger allí, una danza de fuego alrededor del agujero de cigarrillo. Solo tenía que esperarlo.
Aún sonaba Beethoven cuando Roger cruzó la puerta. Caminó por la casa y sintió como los muros palpitaban con la música. El olor a cigarrillo envolvía el aire y se mezclaba con la trementina y el vinilo. Entró saludando a Mauricio de la forma más cariñosa que pudo pensar. Quitó el cigarrillo de la boca de Mauricio y lo besó, luego con las manos acarició el pelo grasoso. Roger arrastró una silla y se hizo junto a Mauricio, quien no prestaba la mayor atención al joven.
– ¿Qué pasó con mi boceto? – preguntó Roger.
– Era malo, no hacía buen juicio de ti – contestó Mauricio.
– Y ¿cuál hará buen juicio de mí?
– El que me encuentro dibujando. Será perfecto.
Roger se quedó callado y miró el lienzo y luego a Mauricio. El cigarrillo se devoraba lentamente, con tal precisión que Roger quiso hacer parte de todo eso. Arrebató el cigarrillo de la boca de Mauricio y lo puso en su boca, le dio tres bocanadas y soltó cariñosamente el aire en la boca de Mauricio quien lo devolvió en el rostro de Roger con brusquedad, luego regresaba la mirada al lienzo.
– ¿Qué falta para estar listo? – dijo Roger en el oído a Mauricio y tomándolo por el cuello con los brazos.
– Falta… falta… algo.
– ¿Qué?
– Ya lo verás pero no podrás entender.
– Pruébame.
– Sshhh… sshhh… espera, eres más impaciente que él – dijo Mauricio señalando el costado opuesto al que se encontraba Roger.
Roger inclinó la cabeza pero no vio nada. Mauricio con una mano y sin mirar a Roger, devolvió la cara al lugar en el que se encontraba y dijo: “No interrumpas, ya podrás ver o mirar si sabes hacerlo”. “Sé hacerlo” contestó Roger. Mauricio dibujó una pequeña sonrisa en su rostro y se puso de pie. Salió del cuarto a toda marcha y Roger fue tras de él. Caminaba por detrás como si fuera su sombra, la de Mauricio, y él sonreía cada vez que lo miraba. Mauricio aspiraba del cigarrillo y liberaba el humo girando la cabeza en la cara de Roger.
– Entraron en la cocina y Mauricio levantando temperas, óleos y platos sucios, buscó algo en el lavaplatos. Lanzó uno de los platos al suelo reventándolo, hacía atrás envió uno de los óleos ya terminados y golpeó en la cara a Roger. Continuó revolcando la cocina y escabulléndose entre la suciedad. Erguido alzó un cuchillo de entre la mugre y cortó el cigarrillo por la mitad de cabeza a cabeza, de filtro a ceniza. Seguidamente abriendo la llave del agua lo limpió con jabón y quitó todas las manchas que había en la punta y en el mango.
– ¿Para qué es? – preguntó Roger.
No obtuvo respuesta.
Mauricio caminó de regreso al cuarto del lienzo donde Beethoven y el fantasma lo esperaban. Se sentó de nuevo frente al lienzo y lo observó por unos segundos. Roger se quedó quieto en su pequeña silla, viendo como Mauricio contemplaba el lienzo.
– Muy bien, hazlo.
– Aún falta – contestó Mauricio.
– ¿”Aún falta”, qué? – preguntó Roger.
– Ya lo tienes, te has demorado pero lo has conseguido.
– Aún falta, el trazo final antes de la pincelada maestra, de la obtención de pintura – dijo Mauricio.
– Pero ¿qué puede faltar? – pregunta Roger.
Mauricio se puso de pie y se abalanzó sobre el lienzo. Primero no lo tomó con fuerza y lo miró de cerca, tan cerca que su nariz se arrastraba sobre la tela y luego la introdujo en el orificio del cigarrillo. Con el cuchillo limó el exceso de pintura blanca que había en el lienzo. Volvió a poner el lienzo en su lugar. Con un giro de cabeza brusco y decidido, miró a Roger que se encontraba en su sillita. Caminó hacia él, puso el cuchillo sobre la mesa de las temperas y levantando al joven con fuerza lo inclinó de espaldas en la mesa. “¡Con calma!” dijo Roger. Mauricio golpeó la boca de Roger, luego le bajó los pantalones y se bajó los suyos, el monstruo iniciador de todo fue entrando en el cuerpo de Roger. El joven mordió sus labios y apretó la mesa con fuerza. Los movimientos eran tan violentos que Roger comenzó a llorar. Mauricio lo tomó de los brazos y los apretó contra la espalda. Bajó la cabeza del torturado contra la mesa dejándola totalmente de lado y mirando hacia el lienzo. Mauricio sacó su pene del joven. Con una mano y una tremenda agilidad agarró el cuchillo y lo introdujo en el ano de Roger. El filo se movió por el recto hasta quedar totalmente en el interior, dejando el mango en la superficie.
La sangre salpicaba el suelo volviendo a escribir las huellas rojas de Roger. Mauricio agarró a Roger por el pelo y comenzó a golpear su rostro contra la mesa. Roger no hacía otra cosa más que gritar y con las manos intentar sacarse el cuchillo del ano, pero Mauricio con una mano logró sostener las de Roger. La ira saltaba por toda la habitación, la sangre recorría los muros y manchaba las temperas y los lienzos ya pintados, menos el lienzo de Roger. Aún en blanco aguardaba la pincelada.
– ¡Vamos!, ¡Vamos!
– ¡Así que pretendiendo ser yo y yendo a la cama con otro! – gritó Mauricio en el oído de Roger.
Roger solo se quejó e intentó soltarse.
– ¡Así es!, ¡Así es!
– ¡Arte!, ¡Arte!, ¡Arte!…
Mauricio envolvió con sus dedos el mango del cuchillo y tiró de él hacía afuera de la manera más brusca. Con el cuchillo en la mano caminó por el estudio y recogió un tarro vacío. Escurrió el cuchillo en el tarro y lo llevó hasta donde Roger quien se encontraba tendido en el suelo gimiendo de dolor. Mauricio levantó a Roger bruscamente y volviendo a acomodarlo sobre la mesa, organizó el balde de manera que quedara bajo las piernas de Roger y la cascada de sangre no se desperdiciara. Tres, cuadro, seis, ocho, diez, doce… puñaladas propinó Mauricio en el recto de Roger.
– ¡Fluye, fluye! – gritó Mauricio.
– ¡Eso!, ¡Que fluya!
Finalmente Roger quedó inconsciente, tirado, dejado, hecho nada, muerto, pedazo de nada, su última oportunidad en el medio. El balde rebosaba de pintura roja. Mauricio dejó a Roger a un lado con el cuchillo en el cuerpo, y caminó con el balde en la mano hasta el lienzo. Sumergió la brocha y comenzó a dar pinceladas. Una, otra, dos, tres, cinco; no necesitaba líneas definidas, no había marcas de carbón o lápiz, el agujero de cigarrillo chorreaba sangre y las gotas espesas eran finas y lucía como un arpa al atardecer. Mauricio encontraba sus pupilas muy dilatadas y una sonrisa mientras sus manos escurrían sangre. La obra se hacía sola.
El humo del cigarrillo giraba en el aire desde los dedos manchados de rojo. Beethoven continuaba creciendo. La mirada de Mauricio silenciosa, profunda, entregada a la contemplación. Al fondo en contra luz a la ventana y ambientado por los brazos del atardecer que se filtraban por la cortina, se encontraba el lienzo. Ya no había miembros, ni testículos, tampoco lunares, ni dedos… nada más que lo primero lo fundamental, el verdadero iniciador de todo. El rostro de Roger con una disimulada sonrisa.
– Lo has logrado.