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Fabian Soberon
Fabian Soberon - ViceVersa Magazine

El extranjero

a Luis Dapelo

«Aquí soy señor; en casa, un parasito», escribe Alberto Durero en una carta a un amigo. Durero siente que fuera de su tierra, en el extranjero, es considerando un gran pintor.  Durero no suscribe la negación de la patria pero despierta la pregunta por la necesidad de eso que los nazis consideraban el único objeto de amor. ¿Para qué tener patria? ¿Es un imperativo moral? ¿El yo se modifica si carece de hogar?

¿Qué es la patria? ¿Un olor, un colchón, un tocadiscos? Me siento más cómodo con el apátrida. El apátrida se define menos por lo que tiene que por la tranquilidad frente a lo que no tiene. No hay afuera ni adentro. El apátrida vive en el desplazamiento. No tiene centro. Su única fuerza es el abandono. La luz proviene de la negación del territorio.

Nadie se define por su pertenencia a un lugar, me dice Luis Dapelo en un café de Les gobelines. En esa esquina pasea un personaje de Modiano. Llueve y los paraguas abundan en las veredas. En el café la estufa está encendida. Dapelo saca una pipa larga y fina y deja que el humo suave se esparza como llama blanca en el aire. Soy un apátrida, dice, y se regodea. Un país es una cárcel, pienso. Y creo que la condición de apátrida no le hubiera disgustado a Durero.

El que viaja relativiza su origen. Todas las ciudades podrían ser su lugar. Precisamente el viaje es la salida de ese sitio que lo agarra. En el viaje, los barrios y los peldaños de las hamacas se mueven, cambian de lugar y las costumbres se modifican.

Dapelo narra su situación en un hospital. En los suburbios, no lo atienden, no hay aparatos de alta tecnología. Pero la gran ciudad es eficiente. Al final, Dapelo parece que cede y dice que Francia es un país hermoso. Pero en su modo de mover la pipa noto que es una concesión parcial. Nada es mejor que vivir en el exilio. Desde el movimiento permanente, toda ciudad es una isla desierta y un paraíso perdido.


Photo Credits: Ludo

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