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saint patrick cathedral
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El evangelio en Nueva York

El avión despegó a medianoche y, poco antes, un señor colérico le había dicho en una retórica hiriente a una azafata que si era mejor no pedirle café porque sabía que no iban a servir ni una taza. Ella respondió estoica porque era momento de abrocharse los cinturones y comprendí de que forma transitaría esa noche insomne, suspendido sobre el aire oscuro de un cielo tan lejano al planeta, sin comida ni entretenimiento, que desemboca en filas de aduanas con requisiciones aleatorias y yo aferrándome a mi Visa a punto de vencer.

El Hotel Pennsylvania se mantiene a pie en medio de Manhattan desde hace cien años, cambiando de dueños desde los Hilton hasta conglomerados de aerolíneas, ostentando sus puertas originales y con ascensores anticuados de botones dorados. Las habitaciones son estrechas y mi ventana daba a un paredón de ladrillos, pero me pareció un buen refugio para la estampida humana que son las calles y el otoño incipiente que traía una llovizna marinada a ocho grado centígrados.

Descubrí que el terror que podrían causar las aceras a alguien que creció en un país escasamente poblado era una ilusión. Es fácil moverse entre esa cantidad de gente porque caminan directo, a marcha de gacela, y a diferencia de los prejuicios, nadie es grosero por la simple razón de que a nadie le importa que los demás existan y casi todo el mundo habla español.

Una de las visitas fue a la Catedral de San Patricio, aquel misionero que con su dedo sacro expulsó a los reptiles de Irlanda. En esa mansión gótica que aloja a la arquidiócesis, me enteré después, fue el matrimonio de Scott y Zelda Fitzgerald. Yo, que sé poco de liturgia, imité a los demás al ver que se quitaban sus gorros de otoño pero a mi hermana que no lo hizo le valió un golpe suave con una macana y una revisión de su bolso.

Fui a otra catedral, a la de Biblioteca Pública, después de haberme tropezado con el bronce oscuro de Goethe en Bryant Park. Había más bullicio que en San Patricio y nos hicieron caminar en fila india, con voto de silencio, entre una sala de lectura donde intelectuales de escaparate intentaban concentrase ante el público, como las prostitutas en los anaqueles de Ámsterdam.

Por inexperiencia, anduve perdido entre las balaustradas de mármol y los techos versallescos, sin encontrar el librero prometido. Rendidos, fuimos a los baños en tropel y mientras buscábamos la salida encontramos, casi sin ningún señalamiento, en una cárcel de vidrio, la Biblia de Gutenberg. Sus dos columnas de cuarenta y dos renglones aglomerados, dos en tinta roja, además de una P capitular, se me hicieron ilegibles, lo que solo le dio un aura todavía más majestuosa. A veces, uno se pierde en un corredor y encuentra la flor del cristianismo producto de la máquina que parió la Edad Moderna.


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