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Fabián Soberón

El eterno retorno

A Juan Agustín Rodríguez

Se sienta al lado de la ventana. Toma la guitarra y mira el fondo de árboles ralos. No tan lejos, en el monte, hunden cadáveres en el fango. Él ha dejado la militancia hace años pero le duele el olor a sangre que pulula por las noches. Hasta su casa llega el hedor rojo.

Enciende el grabador Winco, plateado, negro. Coloca la guitarra en su pierna. Tiene en la mano un papel con palabras tachadas. Graba: “en San Miguel de Tucumán, a 31 de julio de 1979.”

En una tarde fría, con el viento que levanta el techo de zinc, Juan Rodríguez, mi abuelo, dice que tiene setenta y un años y que ya está cerca de la recta final. Dice que pronto llegará la época del llanto, el dolor y luego el olvido. Comenta que va a tocar unas piezas dedicadas a sus nietos Pimpollo y Clavelito.

La voz no se quiebra pero esconde un tenue hilo de nostalgia. Tiene la herida del tiempo como un peso ciego en la garganta. Ya no tiene pelo y guarda las lecciones del pasado en su piel rosada y limpia. Ha perdido hermanos, padres, esposa y siente que, por un instante, recupera la ausencia en las cuerdas tensas de la guitarra. Confiesa que las piezas que va a tocar no son ejecutadas por un eximio intérprete sino por un rasca cuerdas.

La voz sigue intacta. Aunque hoy su cuerpo sea parte del olvido de la materia, aunque los militares hayan sembrado la sangre en los pastizales, Juan Rodríguez toca una zamba y su voz se repite en la cinta según la infatigable ley del eterno retorno de lo mismo.

Esa guitarra sonará cuando ya nadie esté en este mundo.


Photo Credits: Darinka Maja

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