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arturo serna
Photo Credits: K-havens ©

El discurso alemán

Como una forma de recuperar el pasado, salgo un rato de la madriguera y me subo al subte A. Quiero sentir el frágil anonimato del mundo subterráneo. Ahí siempre me siento felizmente nadie. Nada es mejor que ser una burbuja transparente en la multitud. Viajo varias veces, durante horas, de un extremo al otro con la esperanza de no encontrar a nadie conocido. En los diferentes tramos veo sólo dos personas repetidas. Es una experiencia compleja. Esa repetición produce una sensación de deja vu.

Cuando la sombra violácea y suave del crepúsculo se posa en los edificios de Av. Rivadavia, me bajo en la zona del parque y camino en el área de la venta de libros.

Aunque no me lo propongo, sé que puedo cruzarme con la tímida poeta que he visto en la Feria de San Telmo. Me ha dicho que vive por Caballito.

Esta vez buceo en las mesas y en los estantes. Estoy a la pesca de un ejemplar del discurso de Perón en el Congreso de Filosofía del 47. Los libreros apáticos dicen que no saben, que no tienen el volumen y solo uno comenta que una vez leyó ese discurso en una versión pirata. Le pido la dirección de sus proveedores. El hombre es bajo, grueso, y tiene el pelo rojo y la barba del mismo color. Hace un chasquido con la boca en señal de negativa.

Le pido dos veces el contacto y dos veces se niega.

Deambulo, desahuciado, por las veredas rotas. El clima es festivo pero mi percepción es casi siempre la misma: una nube de nada tiñe el aire. ¿Quién puede cambiar el curso de las cosas?

Subo al subte nuevamente. El librero rojo no me ha soltado palabra pero he visto, de reojo, un cartel pegado en una silla de su kiosco. Es un cartel pequeño que contiene un número, como si fuera una clave o un teléfono. He anotado mentalmente el número y cuando bajo del subte en la zona de Congreso, marco. Una voz grave y profunda responde con cierta lentitud. Me pregunta de cuánto es el pedido. Me toma de sorpresa. No sé qué contestar. Me repongo en un instante. De un paquete único, digo, como tentativa.  Sonríe, como si hubiera algo subrepticio que condiciona la comunicación. Me dice que pase por la sucursal en Gurruchaga. Cuelgo, feliz.

Ya tengo un dato, digo para mí mismo en un murmullo.

Al día siguiente, empiezo en los primeros números de la calle y camino siguiendo toda la traza de Gurruchaga. Pienso, ingenuamente, que puedo dar con un indicio, con alguna señal que me permita dar con el proveedor.

Cerca de una esquina silenciosa, veo un par de hombres que conversan solos. Les hago una seña con la mano y les digo que quiero comprar unos ejemplares. Los trato como si ellos supieran de qué les hablo. Curiosamente, me indican una puerta.

Llego al umbral. Golpeo las manos. Sale un hombre alto que habla en alemán por teléfono.

Le digo que quiero un ejemplar del discurso del jefe. El tipo hace un movimiento con la cabeza en señal de que entiende lo que pido. Cuando cuelga, me pide que espere.    Luego dice: usted es de los nuestros, y se ríe.

Yo no agrego nada.

Vuelve con una carpeta azul que tiene una fotocopia en alemán. No sé el idioma pero alcanzo a entender que aparece la palabra Perón hacia el final del texto.

Me dice que son veinte dólares. Es una copia cara, pienso. Hago el cálculo del cambio y le pago.

Salgo contento como si tuviera un juguete nuevo. A pesar de que rechazo ciertas formas del fetichismo, debo reconocer que cultivo una fascinación por los archivos y los documentos. Mal de archivo, como diría ese viejo filósofo cultivador de lo nuevo.

Ni siquiera intento deletrear las palabras. Me conformo con saber que es la versión germana de un discurso escrito por el gaucho Carlos Astrada.

Al entrar a mi departamento, tengo la sospecha de que Astrada ha escrito el discurso en alemán y que un traductor se ocupó de entregar la versión española al general luego de una supervisión meticulosa de Astrada. Es muy probable que Astrada le haya dado una copia a Martín Heidegger. ¿En qué circunstancia leyó el filósofo del “ser ahí” el discurso que leyó Perón en la tierra del vino?

Lo importante es revisar cuáles fueron las consecuencias de este discurso en el pensamiento de Perón sobre el Estado y la propiedad privada. En los libros de Astrada se puede rastrear la nítida influencia de Heidegger. Si seguimos esta línea, se puede ver en el discurso alemán una síntesis del influjo indirecto de Heidegger en Perón y, a través de este, en el pensamiento nacional y popular. Todo esto, por supuesto, solo tiene cabida si sirve para luchar contra el populismo que reina en estos días en el mundo.

Antes de regresar al departamento paso por el parque Rivadavia con la intención de cruzarme con la tímida poeta de Caballito. Quiero consultarle qué piensa sobre el asunto pero ella no aparece. Es probable que a la poeta nada de esto le importe.

Por otra parte, ¿qué conexiones hay entre poesía y política? Este es un problema para indagar. Lo primero está claro: los poetas se vuelven ciegos a la hora de ver el curso político del mundo. Basta recorrer las trayectorias de T. S. Eliot, Ezra Pound y Octavio Paz. Los poetas son los anti cínicos a propósito de lo político. En lugar de la linterna de Diógenes, portan unos anteojos negros que los enceguece y los vuelve conservadores o delirantes.


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