El libro Diario de oración, de Flannery O’Connor, está construido como una conversación íntima y personal con Dios. O’Connor interpela a Dios en un tono solemne, simple y grave. La autora, despojada de la búsqueda ficcional, le expone a Dios su deseo, sus miedos y sus necesidades. Podríamos decir que es un conjunto de cartas directas y concretas en las que despliega un tono desprejuiciado y serio.
Quizás este librito –en rigor son unas cartas escritas en una libreta– sea lo opuesto en términos estéticos a la producción ficcional de la autora. En los cuentos, los narradores tratan a los personajes con un humor irónico, una pasión desenfrenada y una soltura insólita. Los relatos retratan personajes grotescos, situaciones ridículas y ambientes contradictorios. El mal campea en las narraciones como el aire que respiran los personajes. Lejos del mensaje íntimo y directo de las cartas, en los cuentos los narradores toman puntos de vista divergentes a los de la autora.
La mirada desencantada y miope de los narradores es opuesta y distante de la voz íntima, secreta y de una honestidad sumisa de la Flannery O’Connor de carne y hueso. Casi se podría decir que la autora hunde sus rodillas frente a Dios en las cartas del Diario de oración. En cambio, en las ficciones la devota autora se convierte en una creadora irónica y dotada, inventora de ambientes sucios y burlescos. En este sentido, pareciera que la autora del Diario es distinta a la autora de los cuentos, como si fueran dos personas y no una.
La comparación de la prosa y el estilo liso y directo del diario con el magna diverso de los cuentos nos enseña el complejo proceso de construcción narrativa que conlleva la creación de ficción.
Leer los cuentos de Flannery O’Connor a la luz de su diario refuerza la distancia que existe entre confesar una pasión mística y escribir una ficción dotada de humor y descripciones minuciosas, ese universo singular y gótico del sur norteamericano.
Photo by: Kristina Kupstienė ©