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Radicales libres por Rosa Beltran

El día que dejamos de creer. Radicales libres por Rosa Beltrán

En química, los radicales libres son tipos de moléculas inestables, reactivas, necesarias para la vida pero que al paso del tiempo, pueden tener efectos negativos sobre el cuerpo en general, al alterar las membranas de las células. En este mundo, binario, heterosexual y tradicionalista, la familia es vista como la célula vital del gran cuerpo social, en donde hombres y mujeres tienen roles determinados. La madre cuida a la vez que crea un oasis para que el hombre pueda desarrollarse y cumplir con su función como proveedor y los hijos crezcan con un buen ejemplo moral. Pero si ella falla y se vuelve inestable, la célula se altera, enferma e incluso muere, tal y como sucede con los radicales libres

En Radicales libres (Alfaguara, 2021), el último libro de la escritora mexicana Rosa Beltrán, una mujer altera el sistema cuando se enamora de otro hombre y decide explorar otra vida, lejos de la fidelidad, el amor al esposo, la maternidad y el orden doméstico que se esperaba de ella. Se fuga con su amante, montada en una Harley Davidson dejando atrás a una familia y con ella a su hija mayor de tan solo 14 años. El padre, lastimado en su hombría, se marcha también y la menor queda aún más sola en una casa que debe hacer un hogar para sus hermanos y para ella misma. Pero a pesar de lo terrible que pueda parece el abandono, la niña queda secretamente fascinada con esa madre que deja todo atrás para escapar y ser alguien más. Sueña con ser ella, usar sus ropas, leer sus cartas, llevar sus cigarros en la bolsa, ser vista con los mismos ojos con los que ella era vista. Su madre es parte de una genealogía de mujeres que han abandonado a esa familia extendida: la abuela antes también había desaparecido, la tía se suicidó.

Y si bien es cierto que podría decirse que las historias de esta mujer que huye y la de la hija que se queda son la anécdota principal que atraviesa la novela, el libro busca y logra muchos otros propósitos. Radicales libres es la pérdida de la inocencia de una nación a través de un relato íntimo, un largo recorrido nostálgico y actual, a veces glorioso y otras terrible, por más de 50 años de la historia de México. Es la historia de nosotros que, como la protagonista, quedamos huérfanos y solos frente a un mundo convulso, lleno de pérdidas y ausencias. Es el recordatorio de muchos momentos que contribuyeron a que poco a poco dejáramos de creer, ante una modernidad que cambió la marcha del país hacia un lugar sin retorno, uno que se volvió experto en violencia o, como dice Beltrán en Efectos secundariso (Mondadori, 2011), “experto en la recolección de cadáveres”. Es una mirada a los movimientos feministas de la Segunda Ola y en cómo impactaron en la “pequeña historia” de muchas mujeres y en la intrahistoria de una sociedad de clase media en la capital de ese país. Es un gran “aquelarre” —como dice el tío en algún momento del libro—, durante el cual oímos las voces de muchas mujeres que aprendieron a sobrevivir mientras nosotros lectores quedamos totalmente conmovidos con sus historias de resistencia y lucha interior por encontrar su identidad y un lugar en sus mundos.

Para quienes conocemos el trabajo de Beltrán, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua e investigadora, sabemos que, tanto en su narrativa como en la ensayística, es una de las mejores plumas de la literatura contemporánea. Sus textos son indagaciones y reflexiones sobre temas como la identidad y la literatura en Verdades virtuales (De Bolsillo, 2019); la cultura literaria posmoderna en Mantis (Molinos de viento, 2010); el siglo XIX en La corte de los ilusos (Planeta/Joaquín Mortiz, 1995); la evolución y las teorías darwinianas en Amores que matan (Joaquín Mortiz, 1997/Seix Barral, 2008) y El cuerpo expuesto (Alfaguara, 2013); el absurdo de lo moderno y la línea divisoria entre realidad y fantasía en El paraíso que fuimos (Seix Barral, Barcelona, 2002); o la pasión humana, la imposibilidad de las relaciones duraderas, los celos y la soledad en Alta infidelidad (Alfaguara, 2006), entre muchos otros.

En Radicales libres, diría yo, Beltrán se atreve a otros temas desde otra mirada. La novela, escrita en vocativo, con el poderoso uso de ese “tú” como interlocutor, inicia en 1968; uno de los años más significativos de la historia de México. Es el momento que podría considerarse el preámbulo de la transformación social del país con los movimientos estudiantiles y la terrible matanza de Tlatelolco, cuando los jóvenes, dice ella, “sólo hablaban de ser infelices”, especialmente aquellos preocupados por la situación política del país y los que participaron en enfrentamientos entre sociedad civil y ejército. Otra escritora mexicana, Elena Poniatowska lo ha recogido también en su La noche de Tlatelolco (Era, 1971).

Beltrán, nos lleva a las salas de las casas en las cuales todos nos congelamos frente a un televisor para ser testigos del gran paso que la humanidad está dando, al poner el primer pie en la luna. Al mismo tiempo, vivíamos los efectos de la Guerra Fría y presenciábamos, también en el televisor, los asesinatos de John F. Kennedy y Martin Luther King. Es el tiempo de los hippies, del peace and love, del destape gay, de las mujeres en pantalones acampanados —como en aquella fotografía de mi madre que teníamos en la sala de la casa de mi niñez—, del optimismo que contagió a muchas mujeres con el “arriba el women’s lib”, mientras que, para la gran mayoría de ellas, en las cuatro paredes de sus hogares, las cosas seguían siendo las mismas y si querían cambiarlas, pagaban caro las consecuencias.

El libro nos lleva por la fascinación que causaron en los jóvenes los movimientos de izquierda y la idea del Che Guevara como símbolo que los unía en una causa. Vemos la llegada de nuevas ideas con la migración de miles de exiliados provenientes de España y Sudamérica, que huían de regímenes totalitarios y persecución y de haber visto de cerca el horror de la guerra. Estamos frente a la llegada de la Coca Cola y con ella, a la era de las marcas, de las grandes transnacionales, del neoliberalismo. Llega el tiempo en que más mujeres se incorporan al mercado laboral, a trabajar en grandes oficinas donde se les promete que serán mujeres de mundo, aunque todo consista en entrar tomadas del brazo de un pseudo-empresario a un bar gay, a restaurantes franceses, a aprender a tomar vino y comer carne tartare, a ser educadas en la formas del imperio como Gabriela Cabezón Cámara lo ha dicho en Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017). Acompañamos en este recorrido a jóvenes, idealistas al fin, que se revelan contra un capitalismo desmedido y un sistema de consumo, para formar parte de brigadas de educación y salud en poblaciones alejadas, donde también eran víctimas de acoso por sus compañeros de trabajo. El provincialismo quedaba atrás en una marcha sin freno hacia la modernidad, que olvidaba y dejaba fuera a muchos sectores de la población.

Y en esta carrera vertiginosa de eventos, la protagonista de Radicales libres aprende las maneras para sobrevivir y adaptarse. La prioridad absoluta es guardar las apariencias, algo que, coincido con Beltrán, marca enormemente en la vida social de los mexicanos. Es vital ocultar que una es hija de padres divorciados y, aún más, si la madre te ha abandonado para irse con el amante, si ha permitido ser pintada desnuda y que se expusieran los cuadros en un restaurant. Es prioritario ocultar lo que pasa dentro de las cuatro paredes del supuesto hogar feliz, para no ser estigmatizada, para no estar en la libretita que cruelmente una niña lleva en la escuela a la que asiste, donde anota a quienes hay que señalar. La identidad se construye a partir de mentiras, de dobles verdades y de doble moral.

Los que nacimos en los 1960s, como es el caso de Rosa Beltrán y el mío, sabemos muy bien que la mayoría de las niñas en esa época nos hicimos solas. Éramos pequeñas mujeres en un tiempo en el cual los niños no ocupaban el lugar que ocupan hoy y el Dr. Spock y sus ideas del niño como individuo no habían llegado a la mayor parte de la población. Nadie nos prestaba demasiada atención en un mundo de adultos demasiado preocupados de sí mismos. Crecíamos como Dios nos daba a entender. Beltrán hace un interesante recorrido por este mundo infantil. A los 8 años, dice, eres invisible, lo que te permite escuchar y aprender de las conversaciones de los adultos en las fiestas familiares, entre cigarros y copas durante las cuales, como escribe Adriana González Mateos en El lenguaje de las orquídeas (Tusquets, 2007), muchas niñas perdieron la inocencia. A los 9, descubres que los adultos usan “a veces otras lenguas para comunicar cosas que entiendes perfectamente” aunque ellos pretendan lo contrario. Los 12 es el tiempo en que tus amigas del colegio de monjas al que asistes son tus maestras en sexualidad y te dicen que quedarás embarazadas con los espermatozoides que quedan atrapados en una toalla o en una alberca en donde antes ha estado un hombre. A los 13, quieres cubrir tu cuerpo y que nadie vea que ya te estás desarrollando. Después de los 15 te enteras de que, si te permites reconocer tu deseo físico y decides perder la virginidad, como le sucede a una compañera de la protagonista, puedes quedar embarazada o, en el mejor de los casos, ser llamada “zorra”. Volverse de niña a mujer no es jornada fácil.

Las historias narradas en Radicales libres son un magnífico trampolín para asomarnos también a las luchas feministas que valientemente libraron quienes nos antecedieron. Para recordarnos que en México la conciencia de género llegó primero a las grandes urbes. El movimiento feminista surge en la “gran historia” nacional en una intelectualidad que se inspira en lo que pasaba fuera de las fronteras y en una clase media y trabajadora. No podía ser de otra manera pues, como lo hemos visto en películas como “Las niñas bien”, guion de Alejandra Márquez Abella inspirada en el libro de Guadalupe Loaeza, queda claro que, aunque las mujeres de las clases altas tenían privilegios también sufrían violencia y opresión, pero no podían despertar al movimiento al ser prisioneras de otras jaulas. De igual forma sucede con las mujeres de las clases humildes y rurales, quienes vivían en una continua lucha para sobrevivir en un sistema de precariedad, machismo y opresión, que les impedía reconocer y nombrar sus problemáticas.

El libro habla entonces de las mujeres que se aliaron a grupos revolucionarios con la esperanza de ser vistas como iguales en un discurso que proclamaba igualdad, pero que seguían siendo solo eso: “las mujeres de los hombres revolucionarios”. Eran, en las más de las veces, las que cocinaban y eran halagadas por la comida que preparaban, las que recogían los platos, los vasos y los ceniceros cuando los hombres se levantaban de la mesa después de haber resuelto el mundo. Las que tenían que saber en qué momento hablar y en cuál callar. Eran una vez más espectadoras de los grandes cambios.

A diferencia de los Estados Unidos, donde las marchas en las calles en celebración del 50 aniversario del derecho al voto de las mujeres, las manifestaciones del National Organization for Women (NOW) y las publicaciones de revistas como The Ladies’ Home Journal, lograron que las ideas emancipatorias se contagiaran a otros segmentos de la población y se permearan poco a poco en la política a través de legisladores y lobbiest, en México, el Movimiento de Liberación de la Mujer en 1975 fue muy importante, pero los esfuerzos para lograr un impacto a nivel nacional en la política y la sociedad no tuvieron los mismos frutos. En Radicales libres escuchamos a las protagonistas hablar de la llegada de estas ideas, pero vemos también que el peso del machismo, de la religión —especialmente la católica—, así como los usos y costumbres anquilosados, dificultan aún más crear una conciencia de lo que se llamó “la condición de la mujer”, es decir el reconocimiento de que lo que le pasaba a una no era privativo de ella y su circunstancia, sino de una colectividad. Los grupos católicos y los sacerdotes desde el púlpito condenaron en ese momento el discurso feminista o lo contrarrestaron con ideas de un “complementarismo” según el cual hombres y mujeres debían obedecer a un determinismo natural que les permitiera complementarse. Llevado esto al extremo pensemos en lo que vemos en series de televisión con sociedades totalmente distópicas, como la creada por Margaret Atwood en Handmaid’s Tale.

Beltrán teje con gran maestría, las experiencias y sentimientos de muchas mujeres a lo largo de casi 6 décadas. Con ello nos muestra que las mujeres tardaron mucho en tener referentes, interlocutores con quien hablar, el vocabulario para reconocer una diferencia de género, para dar nombre a conductas nocivas que la reforzaba y para hacer visible la violencia que todo esto tenía incluido. Nos orilla a preguntarnos, ¿cómo normalizar algo que no se sabe tiene un nombre?

Y claro está que en la marcha hacia el llamado progreso vinieron también muchas ventajas. Llegó la píldora anticonceptiva, la oportunidad de trabajar y estudiar en el extranjero, de ser económicamente independientes, de ser profesionistas. Pero llegó también más violencia, los feminicidios, las marchas, las jóvenes cantando “El violador eres tú”, la amiga golpeada por el esposo en la recámara de la casa de lujo. La violencia de género se instaló en los modos de vida, hasta matar a nuestras mujeres como ha dicho de manera contundente Cristina Rivera Garza, otra escritora mexicana, en El invencible verano de Liliana (Random, 2021).

Otras violencias se exacerbaron como la que día a día libran juntos hombres y mujeres, la que trajo el incremento del tráfico de drogas a lo largo de México camino a los Estados Unidos, las decisiones equivocadas y la corrupción de los gobernantes, el enorme empobrecimiento del país, el crecimiento de un crimen organizado, cada vez más creativo en cuanto a enriquecerse y sembrar más miedo. México se volvió encabezado de los periódicos del mundo y las estadísticas como uno de los países con más crimen y violencia. Beltrán elige muy bien los ejemplos, las historias y los eventos para hablar de esto, como el terrible asesinato del hijo de Javier Sicilia, el surgimiento del llamado secuestro exprés, como lo que le pasa a su personaje Volker y su hija, las persecuciones en la autopista en medio de la noche por gente armada con AK-47, el miedo a ser “levantadas” —verbo que se acuña en esta modernidad— cuando lo único que querías era ir a comprar cigarros a la tienda de la esquina. México ya es otro país y con ello cada vez hay más razones para querer irse de un lugar en donde “apenas crecías algo espantoso ocurría”.

Siempre, hacer un recuento de la historia nos hace poner las cosas en perspectiva, pues la memoria nos traiciona. Volver a ver el pasado nos ubica en lo que estamos viviendo hoy. Tantas cosas que hacen sentido. En este entrañable y valioso libro Beltrán nos sienta frente a un volumen a recordar y a pensar en lo que Julia Kristeva describe así: “toda revuelta social comienza en una revuelta íntima”. La revuelta en Radicales libres inicia con una madre que deja a una hija confundida y sola, y de ahí vamos de una revuelta a otra, hasta qué punto todos, hombres y mujeres, somos víctimas de un sistema, de un gran “mercado de las narrativas” —como Beltrán lo ha llamado— en donde estamos atrapados.

Siempre me pasa lo mismo cuando leo el último libro de Rosa Beltrán, siempre creo que es el mejor de todos. Hoy Radicales libres lo hace de nuevo, pero ahora pienso que éste marcará las letras contemporáneas, no sólo por las conmovedoras y desgarradoras historias que cuenta y por el gran recorrido que hace por la vida moderna de México, sino porque nos está relatando a todos nosotros. Nuestras vidas están ahí, en lo privado y lo público, en nuestras soledades, en el abandono de una madre nacional, en el momento en que perdimos la inocencia y dejamos de creer.

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