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arturo serna
Photo by: andresumida ©

El día que conocí a Edgardo H. Berg 

Hace años que la Sociedad Escépticos Unidos se reúne en diversos lugares de Argentina y el mundo. Con sede en Buenos Aires y con sucursales en las provincias, el grupo se ha instalado, mal que le pese a las iglesias argentinas. 

En una de esas reuniones conocí al crítico Edgardo H. Berg. Esa noche habló pausadamente el presidente de la Sociedad, Mario Bunge, hasta que se enojó con Prividela, el tercer orador de la jornada. Vagamente recuerdo que Prividela propuso un extraño experimento social en el Delta. Bunge se chifló y le gritó. En un intermedio, apareció un muchacho de mi edad, rubio, de ojos claros, como yo. Como no lo había visto antes, advertí que era un invitado especial. De otra manera no hubiera podido estar entre nosotros. 

En el sótano de La Perla le pregunté su nombre. Cuando me habló de Carlos Escudero le dije que era uno de los miembros más antiguos y que le tenía una gran estima. Hablé de la libertad como insignia de la Sociedad de escépticos y se produjo un entendimiento mutuo.

Al término de la reunión, me atacó el hambre. Me acerqué a la barra de comida y me senté al lado de Berg con la intención de conversar. Quería sacarle información, lo reconozco. Le confesé que vivía en Buenos Aires y que había viajado para la reunión. No sé por qué terminamos hablando del sentido de la vida.

En medio de la charla, Mario Bunge quiso hablar conmigo. Me dejó las llaves de la sede capital y me pidió que controle las entradas y las salidas de Prividela. Bunge le llamó el loco de la isla desierta, se rió, me dio la mano y se fue. Escuché los pasos en la escalera y volví a la mesa. Berg comía nervioso. Cuando estaba seguro de que Bunge ya no estaba, le dije que la Sociedad de escépticos no es partidaria de la democracia parlamentaria. Berg me miró y siguió tragando. No sé por qué me quejé del tufillo socialista de Bunge y dije que para mí la democracia es un error y que no se puede medir las cosas con el modelo de la estadística. Berg agregó que la estadística es uno de los males del capitalismo. Pensé, y lo dije, que  nadie tiene hoy el valor que tuvo Pirrón de barrer con las convenciones y que nadie se atreve a correr de los medios de comunicación a los partidarios de lo políticamente correcto.

Invité a Berg a tomar un café cerca del mar. Debía esperar unas horas antes de subirme al bus de regreso. A la madrugada, la terminal de ómnibus es más soportable que bajo la luz del sol. De día o de tarde prefiero los sótanos o el subte.

El viento era fuerte y tuve que ponerme los anteojos para evitar el roce violento de la sal en los ojos. Además de ser una protección, previenen contra las identificaciones súbitas y las persecuciones fáciles. 

En el café le dije la verdad: la sociedad no es un arma de fuego o un grupo que cultiva el secreto. Solo se trata de reunirnos en torno a un olvido. Necesitamos una crítica corrosiva de los mitos de la sociedad actual.

Berg estaba picante y me lanzó algunas invectivas bien pensadas. Me preguntó si la Sociedad no era un equivalente a la iglesia pero en otro sentido. Le respondí que siempre habrá una competencia entre los miembros para ver cuál es más escéptico y que eso será inevitable. En este marco, dije, el pasado nos ayudará a no cometer algunos errores. Por suerte ya nadie puede ser un nuevo Descartes.

Berg no pudo evitar la risa. Supongo que a veces puedo ser un payaso aunque no me lo proponga. Nos metimos en un bar chiquito y empezamos con el alcohol. A decir verdad, bebí bastante. Necesitaba olvidar a Lucrecia. Cuando la primera luz del amanecer pegó en el vidrio de la ventana, le dije que estaba golpeado por una mujer. Berg me escuchó y se privó de opinar. Al fin y al cabo, éramos dos desconocidos tomando alcohol una noche helada al lado del mar y sin un pasado en común. Repetí algunas ideas que me salen cuando estoy lleno de tabaco y melancolía. Según el recuerdo que me invade ahora, dije que lo más importante en la vida es el amor y la duda. Berg quiso agregar algo pero se lo impedí sin querer: necesitaba escupir todo el malestar que me carcomía. Le confesé que Lucrecia le daba  sentido a mi vida y que en eso se parecía a la Sociedad de escépticos. En ese momento pensé que yo estaba en la Sociedad porque ella no me daba cabida. Quise salirme del tema y empecé a hablar de mis ocupaciones diarias: teoricé sobre el ajedrez. Berg me dijo que prefería el futbol y ciertos eventos populares. No pude con mi anti peronismo y le hablé de mi coincidencia con el alemán que odia los asuntos populares. Berg ni se inmutó. 

Un año después nos cruzamos en Buenos Aires y nos hicimos amigos. Desde ese día, él dice que nuestra amistad es un cross a la mandíbula.


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