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El día que ahora tengo

Llego demasiado temprano a la estación y precisamente al lado del banco de espera donde tocará un violinista dentro de una hora encuentro masas de trapos y restos que forman una persona dormida soltando ratas. Comprendo que no podré sentarme, que a fin de cuentas se sale a buscar raíces sin rastros de tierra, que los animales comestibles combinados con granos y jengibre serían buenos al paladar que amanece con exceso de humedad. Lo demás no hay que verlo (si ve algo, diga algo). En esas horas evitamos la transformación de cada uno y cuando al fin aparece el músico y hace rato que el hedor se ha ido, nadie va a decirle que no deposite sus partituras allí, que no se pare donde las ratas se relamían, bello con su vida joven y ya virtuoso; nadie va a decirle que toca como está tocando para exorcizar. La estación brilla apenas termina su primera pieza.

¿Y qué hago allí todavía (hay malanga cocida, hay cebollas moradas, son aquellas manchas en los rieles) que no me voy en el vagón que arrastra cuerpos aún sin formar, embriones, escamas, cuernos, patas, rabos, aletas disimuladas, como si hubieran pasado demasiado tiempo al fondo del río, debajo de la ciudad?

Arriba, ya seca, desdoblada como una reportera de guerra, todos parecen clones mejorados de los que viajaban por los subterráneos y que nunca terminaron de salir. En la calle nos damos cuerda rápidamente.

Completadas las formas correspondientes, cada quien a lo suyo, (no esperes al tren tan cerca de la raya amarilla, leyendo, oyendo, viendo algo; podrían arrojarte) la música sigue en mi cabeza cuando la interrumpe la mujer que me dice que está nerviosa, que no puede esperar tantos minutos ni siquiera junto a las máquinas de lavar, y desenrolla un largo papel de burbujas que va explotando una por una. Cuando todas las miradas se vuelven hacia ella explica que es un ejercicio recomendado para los dedos y la cabeza. Observo que en efecto mientras pincha las burbujas terminan de formársele manos.

Mi otro yo todavía bordea las colinas bajas, evita los imaginarios gases antimotines, recoge una fruta verde que suelta un árbol de la calle, como un artefacto sospechoso, (si ve algo, diga algo) se la lleva para recordar que estoy despierta, que también he salido a manifestar a la calle, buscando que las cosas mejoren, y aunque no sea comestible, he traído algo a la mesa.


Photo Credits: John St John

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