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aerturo serna
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El día de mi muerte

Una leve capa de melancolía cubre mis escritos. Supongo que es porque las raíces de las que provengo y las ideas que fui adoptando en el camino se perdieron o se convirtieron en residuos. Soy descendiente lejano del comunismo, del existencialismo, de la filosofía del lenguaje: todo eso se desvaneció. Lo único que me queda son los restos difusos que funcionan como una farmacia. Mi filosofía está hecha de restos, huellas, piezas dispersas. Me ayudan a luchar vanamente contra el irreversible proceso de demolición. ¿Qué es la vida? No es otra cosa que la cabal muestra material del lento camino hacia el fin. Quizás por eso es que me siento afín al lamento filoso de Marco Aurelio, a las burlas histriónicas de Luciano, al murmullo escéptico de Montaigne y a la provocación letal de los cínicos. Tengo cierta conciencia del carácter ecléctico de mis textos. Lo único que sé es que no puedo ir más allá. Solo me queda el goce del desapego, el viento helado de la intemperie. No somos otra cosa, no estamos hechos de otra sustancia que de la materia huidiza del olvido. Somos una brizna de polvo en el bloque de hielo de la eternidad. Desde ese vacío, pienso. Sufro, padezco, amo, odio, y en esa posición incómoda e inevitable intento pensar. Los sonetos de Agua perfecta y de Geometría, y los sonetos inéditos sobre la luz y la oscuridad, el deseo y el olvido, son solo muecas vanas ante el irrebatible olvido. Valgan estas muecas como incipiente retrato lírico de un filósofo ante la corte bufonesca de los reyes de nuestro tiempo: los periodistas y los lameculos del poder.

El mejor modo de distraer la lucha perdida es reírnos de nosotros mismos. A reír y a llorar cuando sea oportuno. Tampoco es cuestión de perder agua por cualquier cuestión. Reservemos el llanto frente al avance de la perfección bajo la forma de la tragedia –en Shakespeare– o ante el dolor de los niños.

A reír y a pensar. Hemos nacido para morir. No queda otro aliciente que la reflexión y la risa. 

El día de mi muerte ya está escrito en los jeroglíficos de Giordano Bruno –aunque no crea en dichos jeroglíficos– y en los márgenes de los papiros que Sócrates alguna vez borroneó con Eurípides mientras descansaban de un diálogo en una cueva, en el atardecer de Atenas.


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