Emocionada por visitar el Museo de Arte Contemporáneo, Laya transitaba apresuradamente la Av. México. No era la primera vez que iba: había tenido la suerte de estudiar en un liceo interesado por la cultura; al menos lo suficiente para contrariar la paranoia de sus padres (elemento nada encantador ni discreto de la burguesía) y darle a conocer los íconos de la ciudad. En esta ocasión, quería observar la Odalisca, recuperada recientemente. Sería una estúpida si no fuese a verla, pensaba, después de todo, ¿cuántas personas tienen el privilegio de albergar un original de Matisse, a la vista de todos, en su ciudad?
Iba, pues, Laya entrando a la Av. Bolívar, haciendo a un lado la Plaza de Los Museos y el Teresa Carreño, cruzando el Hotel Alba, cuando, divisando el Museo de Arte Contemporáneo, se sorprendió al ver unos rayados interesantes en la pared que avecinaba. Mensajes como “Mi sangre no mancha,” “Mi cuerpo es hermoso sin silicón ni dolor” y (a mi consideración, el más preciso) “Quien te quiere por tus tetas no te querrá cuando estés vieja” encrudecían la pequeña esquina que cruzaba la niña.
Seamos sinceros (o dicho de la forma más criolla posible: no nos caigamos a coba): aunque hayan existido avances estos últimos años, en Venezuela, la figura masculina prevalece gravemente sobre la femenina. El punto de referencia masculino tradicionalmente ha sido el de un prócer o un ilustre, el de un caudillo o un revolucionario; un hombre de hierro e ideales, en fin. El de la mujer, sin embargo, ha sido la Miss, un personaje-objeto que se distingue por su belleza (artificial, en la mayoría de los casos), cuyo conocimiento queda relevado a un plano de preguntas simplonas en un concurso; casi un trofeo. Este es un país donde las radios explotan con Él no te hace el amor como yo, pero ni se oyen murmullos sobre el libido femenino (y cuando sí, evidentemente los emite una grandísima puta); donde la bravura de una mujer se reconoce por su supuesta posesión de testículos. Y en un país donde se reconoce a la mujer por sus atributos físicos, pero hacer uso de ellos es reprochado, ¿no sufre esta cierta clase de marginación por la sociedad?
Pero qué va, ni que la pobre Laya se hubiese quedado horas viendo los mensajes de la pared, las voces callejeras que parecían protestar algo. Sencillamente les tomó una foto (no era, no es algo de todos los días) y siguió con el motivo de su travesía. Hizo su camino hasta el Museo y, ahora sí, tomándose su tiempo, observó con detalle y exaltación la obra recuperada.
Eso sí, la niña no pudo evitar pensar, viendo el pecho descubierto de la famosa Odalisca, lo poco admirada que sería si el tiempo transcurriese dentro de lo enmarcado.