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fabian soberon
Photo by: Jörg Schubert ©

El croto (V)

Han pasado horas en el desierto. El croto pasa por una calle en la que hay autos circulando a escasa velocidad. Un hombre conduce un coche negro. Dentro hay una mujer y un niño. En el auto blanco que está detrás una pareja de jóvenes llora, desconsolada. El tercer y el cuarto auto se estacionan detrás de los primeros vehículos. Las personas llevan barbijos. Luego de estacionar, todos caminan hacia el salón.

La calle termina en un pasaje estrecho. Los llantos repercuten en el túnel. La sala principal es chica y pronto es ocupada por los familiares. Unos empleados bajan el ataúd del coche fúnebre.

El croto se mantiene a distancia y observa cada uno los movimientos con indiferencia.

Alguien dice una oración en un murmullo. No es un cura. Eso le llama la atención. El hombre del primer auto abraza a una mujer y a un niño. Los otros permanecen callados, a unos metros.

El croto decide partir. Nada que sea humano le es propicio.

Un auto está estacionado en la vereda. Es como un caballo herido, sin sangre y sin duelo. Es solo un auto sin personas. El croto hace un cálculo rápido. El auto lleva días así. Alguien lo ha dejado. Quizás tuvo un problema en el motor y no funciona.

Los vidrios oscuros disminuyen la posibilidad de ver. Indaga a través de las ventanillas. El parabrisas del frente está tapado de diarios. Dentro hay cajas, papeles, cigarrillos quemados y sobres de cartas. Todo está tirado en los asientos.

El croto piensa que el dueño es alguien que lee. Recuerda la tapa de su libro roto y desea entrar al auto. Intenta abrir la puerta. Hace fuerza y después de muchos intentos lo logra. Se sienta en el asiento del acompañante. No quiere manejar. En realidad no sabe. Nunca ha tenido un vehículo. Ni lo desea.

Lee una revista. Se entretiene un rato. El sueño lo atrapa y se duerme.

Se despierta agitado. El frío lo domina. Sale del auto y corre hasta llegar al banco.

Después de una semana, se cansa de recorrer los callejones y los pasadizos. Una radio de auto comunica, lejos, una noticia. Al croto no le interesa. Cuanto más esté apartado del mundo mejor. Atraviesa el centro y se detiene en una vidriera. Las luces están apagadas y un maniquí mantiene una risa falsa, esquemática. El croto le tira un beso y luego se aleja.

Vuelve al banco y el policía lo saluda desde la distancia estipulada.

Se hace la noche y el guardia se va.

El croto se sienta en el borde de la vereda. Los árboles, fijos en su imposibilidad de habla, no son nada en medio del desierto.

Está cansado y se duerme rápidamente.

Se despierta con un pensamiento recurrente: cuál es el sentido de tener una ciudad. Y siente un asco por todo lo que lo rodea.

¿La sigue queriendo?

Come los restos de un yogurt viejo y durante el crepúsculo camina hasta alcanzar el ex zoológico, la plaza del correo, el barrio sur y la plazoleta del tren interurbano.

Cuando llega a una callecita del centro siente algo que no ha sentido nunca. Empieza a escuchar un sonido en el cuerpo, una especie de gusano melancólico y nuevo. Extraña a alguien. Quizás se trata de su hijo, a quien no ve desde hace años. Tiene su carita de niño entre los ojos quietos. Levanta la mano como si pudiera tocar la piel de la cara.

Mira los edificios altos como prismas anónimos, monstruos desapacibles y ufanos, máquinas lejanas.

Sorpresivamente, se apagan las luces del centro. Y de repente un inquieto rayo oscuro lo interpela.

La sombra larga de la ciudad no es suficiente.


Photo by: Jörg Schubert © – Website: tinto|graphy // instagram: @tintography

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