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fabian soberon
Photo by: kanonn ©

El croto (III)

En la madrugada, una sirena lo despierta. El ruido lejano de un motor se apaga. El policía que solía vigilar el banco aparece. Lo toca en el tórax. Se saludan. El croto se levanta y solo lo mira.

Acomoda sus pertenencias –una campera, el colchón y un libro roto—y sale a la vereda. No hay ninguna señal de movimiento. El viento arremolina unos papelitos en el aire.

Hace unos pasos y, de pronto, se detiene en la avenida, se para con las manos en la cintura. Contempla, como contempló la alta selva el hombre de las cavernas, esa ingente masa de cemento que lo rodea. En el aire no vuela ni una mosca. Solo escucha el rumor del viento fresco, de otoño, que circula, apenas. Las moles que se multiplican en el horizonte conforman una ciudad dormida, apagada, insólita. El croto, feliz, levanta la mano y la mueve como si pudiera tocar los edificios. Sonríe.

Siente la soledad en todo el cuerpo. Más allá de las guardias médicas y de los policías que rondan como avispas negras, el croto es el único habitante de la ciudad. Tiene la inexplicable impresión de que la ciudad le pertenece. Se siente su dueño.


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