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Fabián Soberón

El corazón solitario

En la estación de trenes de Copenhague, estamos en un banco Bruno, mi esposa y yo. Las bocinas y los gritos de los jóvenes daneses son una clara muestra de los festejos por un partido de fútbol. Afuera, el frío quema los huesos y la estación de trenes es el único refugio contra ese martirio con forma de viento.

Copenhague es una ciudad dual, bifronte: tiene los edificios antiguos, los palacios de los reyes, y, al mismo tiempo, es la meca del diseño como marca de una modernidad avasallante.

El bullicio crece como si tratara del aluvión avasallante de una banda de insectos perdidos en el monte tucumano mientras Bruno toma su autito verde y lo pasa por el borde del banco. Lo mueve al autito. Me dice papá tomá el auto y yo lo miro y me río. Mi esposa tiene los dedos como cubitos de hielo fosforescente y me roza la mano. La abrazo silenciosamente. Ella me dice una palabra al oído. Bruno no dice nada sobre Copenhague. Esta es la tercera ciudad que visitamos. Me parece que tiene un laberinto de ciudades y nada le ordena los nombres y los lugares.

En la estación los viajeros pagan sus boletos y guardan sus recuerdos en sus bolsos imaginarios. Tanto los que llegan como los que se van tienen alguien que los espera o los extraña. Las telarañas de los recuerdos se anudan en los pasillos y nadie puede desenredar los hilos abstrusos y solitarios.

Nadie nos mira. Nadie nos conoce en este páramo de mármol y mar. Y eso es una carga y un alivio. Ser nadie alivia y aterra. Pero Bruno no siente eso. No tiene tiempo ni espacio para sentir eso. Bruno está con sus padres y con él mismo. Levanta su autito verde y mira las rueditas dentadas y se ríe cuando escucha una voz en danés que dice una frase incomprensible.

Le pregunta a su madre qué es ese ruido. Y ella le dice que una mujer habla por un micrófono. Bruno se vuelve a reír.

Al rato aparece un hombre y se sienta al lado nuestro. Bruno lo mira y lo señala. El olor a alcohol y a mar y a suburbio me quema la nariz. Denise se da cuenta y me mira. Nos entendemos con los ojos. Bruno lo sigue mirando fijamente. El hombre se pasa las manos por el cuello y coloca su cabeza entre las piernas flojas. Luego lanza un eructo que se escucha en toda la estación. Una chica, rubia, blanquísima, con medias negras en medio del frío blanco, se sienta al lado del borracho. El hombre le roza una pierna y ella se deja. Mi esposa mira con los ojos verdes a la chica, con el pelo casi blanco, y luego mira al hombre con la piel rosada por el rubor del vino. Observa su calzado. El hombre lleva unas ojotas negras. Los pies bailan en el aire. Los pelitos de los dedos bailan con el viento que entra por la puerta de la estación.

El hombre le dice a la chica una frase en danés. La chica se ríe y se toca las pestañas enormes, negras, sobre la piel blanquísima de la cara.

En los parlantes suena una música repetida y absurda, como un mantra. Hiere los oídos. El borracho se cansa del miasma monótono y entonces levanta las manos en señal de aburrimiento y le roza las piernas a la chica, como una forma fugaz de entretenimiento.

Eufórico, enérgico, Bruno toma su autito verde y lo pasa por mi pierna. Me hace cosquillas. Me sonrío involuntariamente. Mi esposa me hace una seña leve, callada. Me pide que nos alejemos. Yo le digo que no se asuste. Le sugiero, sólo con los ojos, que el hombre es inocente. Ella mueve la cabeza suavemente; no me cree.

Con una mirada tranquila y bondadosa, la rubia recorre el cuerpo de Bruno y le hace un cariño con los dedos, a la distancia. Le dice algo que nadie entiende. Denise le responde, casi en un murmullo, una frase en inglés. La chica la mira, aterida, y luego dice una frase en danés. Se calla. Se trata de un diálogo entre sordos. Ni ella se hace entender ni a Denise le interesa entenderla. Es un mero protocolo de viajeros. El borracho levanta, como un mago, las manos y las pasa nuevamente por la pierna. La rubia se distrae con la cara risueña de Bruno. Luego enhebra su cabello casi blanco y hace como si no estuviera al tanto de las intenciones del hombre de la piel rosada.

Creo que está cansada, me dice Denise al oído. Puede ser, digo. Bruno sigue con el autito por el borde metálico del banco. El fuego helado del exterior entra cada vez que alguien ingresa al cono de los recuerdos de la estación. Cuando la mano del borracho llega a la rodilla, la chica se levanta bruscamente. El hombre, receloso, decidido, la sigue con la mirada y estira un brazo. Quiere tocarle la cola pero ella se mueve más rápido que el brazo, como una gacela escandinava, y se suelta. Bruno mira la escena como si fuera una película muda. Lo único que le importa es su autito verde, un autito que le compramos en Berlín del Este.

Denise me golpea, suavemente, con el codo. Quiere hacerme notar lo que acaba de suceder. Yo la miro, le miro el color de los ojos y me distiendo.

Con un golpe en la madera del banco, el borracho se desquita. Está perturbado. Pero no se levanta. La chica ya está cerca del kiosco y su cuerpo se pierde en la lejanía de luces apagadas.

Ante el silencio breve de la estación (ya no hay música ni gritos de los futboleros), el borracho eructa y el veneno de la boca rígida se esparce en el escaso aire que nos separa. Denise se tapa visiblemente la nariz. Yo le pido a Bruno que se corra del lugar en el que se encuentra. El borracho se levanta apenas del banco. Intenta tocar a Bruno. Denise se molesta y aparta a Bruno del ángulo del movimiento del brazo. Bruno se fastidia, casi llora. Quiere quedarse en su posición. Con esfuerzo, el borracho logra incorporarse. Se acerca a Bruno. Mi esposa lo separa. De pronto, sin que nadie lo esperase, dice en un inglés torpe, con dificultad: “my heart is broken”.

Nadie entiende la frase.

Orgulloso, ingenuo, pienso que el corazón del borracho está roto por la belleza incomparable de Bruno.

El borracho termina la frase y hace su segundo intento. Quiere acariciar a Bruno. Esta vez Denise se levanta y aparta su cuerpo bruscamente. El borracho advierte el rechazo y se retracta. Denise lo despide en inglés, le dice con un tono amable pero seguro que se vaya. Lo espanta. Yo comparto su tono.

Cuando el borracho ya es una sombra en la nieve, Denise, con la cara desencajada, me dice que el borracho tiene el corazón roto por culpa de la chica. Pienso que tiene razón. Pero después me desdigo. Conjeturo que la rubia es una prostituta y que el borracho es un cafisho danés que ha perdido el corazón hace muchos años, mucho antes del despecho reciente.

Copenhague nos ha regalado una escena entre el borracho y la rubia, una escena shakesperiana en la tierra de Hamlet.


Photo Credits: Boegh

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