Burlington es una ciudad pequeña, la más grande del estado de Vermont. Tiene edificios altos, una terminal de ómnibus elemental y una peatonal llamada Church Street. En esa calle no es una paradoja que haya una breve taberna. La roja senda de la iglesia convive con el hermoso diablo del vino y la cerveza. Burlington admite la contradicción ruidosa de un país que tolera, en silencio, y que de noche persigue a los diferentes.
En la plaza amplia se congregaban los expositores de una feria elegante y múltiple: puestos de comida artesanal, productos de consumo masivo, un hombre vestido de payaso que vendía alegría subido a una bicicleta multicolor, una joven risueña que ofrecía su última hamburguesa caliente y un músico desnudo que tocaba “Fiebre” (imitando al viejo Elvis) con un acordeón desafinado y en una lengua que entrelazaba el inglés con algunas palabras de un dudoso español.
En el verde corredor de la plaza, convivían el agudo llanto del acordeón con los violines de unas jóvenes que tocaban Mozart para chicos y que esperaban ansiosas terminar la melodía para beber una dulce limonada hecha de sudor y gritos. En el centro, había una fuente circular con agua turbia, llena de piedritas y de pies jubilosos que chapoteaban entre los aullidos.
Atravesé la plaza y encontré la calle perpendicular que lleva al puerto. Vi un accidente entre un lujoso auto y el precavido ómnibus de la comunidad que por única vez no tuvo cuidado. Los hombres se entrelazaron y gastaron sus gargantas hasta que llegaron a un acuerdo.
Desde la silenciosa avenida de la costa divisé el prístino azul que unía el cielo indivisible con el turquesa lago Champlain. En un puesto estrecho de madera una rubia gastada y mayor me ofreció un boleto para viajar en barco hasta el estado de Nueva York. El viaje es de dos horas, anunció en un inglés irreprochable. Menos por el cansancio que por el largo paseo marítimo opté por quedarme en las viejas sombras del puerto. Algunas lanchas bañaban la arena y las aves estridentes merodeaban la zona como si fueran los amenazantes pájaros de “Bodega Bay”, la temible bahía de Los pájaros, de Hitchcock.
Me senté en un banco impecable para esperar el crepúsculo. Todo estaba en calma.
Un hombre descuidado se sentó, suave, a mi lado y dejó que su olor acumulado en las insomnes noches agujereara mi nariz. Era un negro alto, vestido con unos harapos inútiles. Tenía un gorro de invierno a pesar de que en el asfalto hacía casi 40 grados. En un carrito improvisado cargaba colcha, colchón, un bidón de agua, y dos cajas insondables. Lo miré de reojo y se tocó la nariz, como si él fuera el afectado por el pútrido olor.
En la siguiente media hora, el negro se dedicó a mirar, prolijo, hacia el agua turquesa y limpia. El cristalino lago Champlain y el negro eran los opuestos.
Las aves siguieron sobrevolando la zona. Durante unos minutos miré al cielo y seguí la trayectoria del vuelo, quizás por el ingenuo temor de la repetición. El imborrable olor no paró ni un instante.
El negro se sacó el sweter y lo apoyó, parsimonioso, en el carrito. Luego se desperezó. Yo estiré mi cuello y él siguió inmutable. Parecía que no existía. Actuaba como si estuviera solo, aislado del mundo. Estiró sus manos, como garras silenciosas. Sólo miraba al frente.
Permaneció así al menos una hora. Luego sacó una petaca e hizo un trago. El ácido perfume del alcohol despeinó mis cortas pestañas. Para evitar algo imposible, me corrí unos centímetros. Él siguió, impasible.
Como un extraño discípulo de Nietzsche, el negro estaba en su propia órbita. Ese pensamiento me ayudó a entender. El negro era un anarquista anacrónico o perdido en el tiempo: su forma de vida era una manera atroz de negar el capitalismo, de vivir de acuerdo a las normas creadas por él mismo.
Recordé el clochard de Cortázar y los felices vagabundos de Caterva, la inusual novela de Juan Filloy. Pensé en Emil Cioran, que fue a París a escribir una tesis y que nunca la terminó y se dedicó a deambular por Europa como un paria.
La grave sirena del barco me despabiló. Volví, de reojo, al negro y conjeturé que él no tenía nada que envidiar a los personajes literarios. Al contrario: él era real y los otros las frías sombras de la imaginación.
Miré al cielo y los pájaros sigilosos ya no estaban.
Recuperé mi mirada hacia el horizonte. El barco del paseo hacia Nueva York entraba al puerto. Traté de reconocer a alguien entre las negras siluetas del barco. Quizás para gastar el tiempo que no pasaba, recordé que toda la película de Hitchcock es un pretexto para la última secuencia. Pensé que a veces un artista hace algo con el solo fin de ostentar su virtuosismo. Y cuando me estaba por levantar del banco noté que el alto negro harapiento se rascaba el brazo. Un pedazo de sucia costra oscura se deslizó y cayó al pasto. Vi la piel descascarada y la imagen de un Diógenes impersonal me perforó la cabeza.
No me levanté. Me corrí un poco más. El negro ni se inmutó. Su inapelable realidad era más imponente que mis presunciones. Un clochard es un hombre que, sin saberlo, ha llevado el ideal de la indiferencia hasta las últimas consecuencias.
Miré nuevamente al cielo. Una solitaria ave emitía un sonido agudo, desesperante, y un bote pequeño de madera cruzaba el arco de agua y tierra.
Una bahía es un lugar de espera pero también de llegada, un sitio de salida pero también de esperanza. El negro recogió unos curiosos prismáticos del interior de su carro maloliente. Apenas movió sus brazos. Con un desplazamiento leve, recorría los muchos kilómetros del horizonte.
Supuse que el negro esperaba algo que jamás llegaría.
Estuvo así dos horas, sin cambiar de posición.
Lo envidié: pensé que la mayor virtud de un clochard es la indiferencia.