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Arturo Serna
cronicas urbanas

El claroscuro

No estuve en Moscú. No pude mirar, ciego y olvidado de mí mismo, cómo la nieve oscura bañaba la Plaza Roja en invierno. Por ahí pasaron dos filósofos que admiro: Lev Shestov y Walter Benjamin. El primero dejó textos memorables escritos con tinta fragmentaria y existencial. El otro anotó, fervoroso, un diario sobre la ciudad: o sea, sobre sí mismo. Shestov abjuró del país de Lenin. Aunque ambos se sirvieron de la fuerza arrolladora del misticismo eslavo, no tenían nada en común. Lejos del apetito revolucionario, Shestov, el maestro viajero, no creía en el ímpetu destructor de la masa. En todo caso, pensaba en la liberación del individuo, como un anarquista de salón o un nihilista que cree. Como Nietzsche, Shestov estaba cansado de la verdad. Pensaba que la filosofía debía abandonar el apetito absurdo de eternidad. En ese sentido se oponía a Spinoza. Le fastidiaba el cristal geométrico que había pulido el holandés en la más extrema soledad. Según el ruso, lo único que le cabe al filósofo, parásito de mago y de tahúr, es lidiar con lo desconocido.

Todo hombre tiene miedo frente a lo desconocido. Pues bien, malas noticias, queridos humanos: no hay verdad, no hay eternidad. Solo nos queda la lenta negrura del abismo, el terco vacío de lo incierto. Nunca tendremos certeza sobre las cuestiones últimas de nuestra vida. Lo que nos queda es batallar en el claroscuro, frente a la utopía de lo incognoscible. Para decirlo en palabras del maestro ruso: “la tarea de la filosofía no es tranquilizar, sino turbar a las personas.»


Photo Credits: polzovat

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