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Fernando Yurman

El caserón de Flores

Había pedido al chofer que me dejase sobre Rivadavia al 6400 0 6500, no quería llegar muy rápido; prefería caminar hasta Plaza Flores, irme habituando a las veredas, los árboles, el empedrado o el pavimento, un ambiente de barrio al atardecer; y prever algunas sombras antes de llegar a la casa. Varias décadas de aceras, rúas, avenues, rejovot, Street, Boulevard, medraban sin sepultar una antigua memoria de veredas, zaguanes y árboles. Dicen que el exiliado no olvida nunca ni aprende nada, pero si el exilio se alarga, y convierte en migración, también olvida mucho y algo aprende. Quizás era mi caso, aunque siempre arrastraba el bolso de recuerdos: un revoltijo de miradas, voces, vértigo juvenil, compañeros y exaltaciones. Después de aquel muchacho hubo tantos que también fui, tantos que dejaron de ser, que son como vidas enteras, ciudadanos plenos que viven en su propio tiempo. Volvía sabiendo de esos escalafones distintos de la memoria alargada, y sus usuales emboscadas.  Estaba enterado, me lo habían comentado y lo había leído, que el desexilio es todavía más duro y depresivo que el exilio. Pero yo paseaba, no venía a des exilarme de nada, solo de visita, después de demasiado tiempo y cumpliendo algo emotivo que no entendía del todo. Había asegurado en Europa mi disperso presente, las muchas ciudades y aeropuertos, y estaba organizado el ultimo tramo de mi vida entre Bélgica y Madrid. Me había despedido de mis tres hijos y dos nietos con bromas sobre el ultimo desayuno, de un amigo que al abrazarme me dijo que volvía como Gardel, y entonces, corrigiendo mi solapa, mi mujer había agregado cariñosa Gardel y Lepera, y todos festejaron su ingenio alentador.  Y ahí quizás se originó el ritornelo mental gardeliano que me acompaño con tenacidad en el avión, justo cuando me distraía o antes de dormitarme… que veinte años no es nada, la nieve del tiempo platearon mi sien”. Entre azafatas, bandejas y zumbidos, el oleaje canyengue de ese tango me seguía escondido, como un polizón, y asomaba cada tanto una estrofa “yo adivino el parpadeo…”, burlándose de su gran pujanza lírica. Lo cierto es que yo no era el promotor genuino de este empeño algo melancólico del viaje, y que contra el ánimo general de la familia a veces me parecía un propósito senil.  En vez de breves tours a Turquía, China, Israel o Londres, me había decidido esta vez por el salto que ellos mismos alentaban para reencontrar el país originario del tango y el asado. Con esa ancla mayor, llegue casi como turista con el pegadizo compás de Gardel al costado. Al principio la entrada no se notó. Había dejado que las voces y la autopista se deslizasen como una película, con la instalada música de fondo, pero después de hospedarme en un Hotel de la Avda 9 de Julio, se fue el ritornelo y penetre en la ciudad como en un sueño. La miraba desde la puerta del Hotel sin encontrar un pensamiento que tuviera mi voz. No era la nada de veinte años, habían pasado cuarenta sin avisar. Y no había des exilio, solo una extrañeza inacabable. La perplejidad siguió por su cuenta en el cuarto, en las calles y en el comedor del hotel. Esa estupefacción sordomuda, tan ajena, también era frágil. No llevaba tres días en Buenos Aires, respirándome remoto y solitario, cuando advertí que un imprevisto remolino buscaba voltearme, giraba los recuerdos en postales sueltas, como si las escenas se desprendiesen de los sitios. Reaparecía de ese modo lo vivido hace añares en las cosas, pero a pesar de la escéptica madurez de mi edad, no lograba ordenar lo cercano y lo lejano. Mis viejas impresiones familiares de esa ciudad sin tiempo se aplanaban en cada esquina de mi caminata, me asaltaban por Corrientes o Callao, Córdoba o Libertad, cada vez que salía a explorar nuevas cuadras. Algo se abombaba de sentimiento, y me impedía pensarlo.  Tomaba para unas vueltas un taxi, con un chofer hablador, como eran antes los taxistas porteños, pero no entendía muchas palabras recias y nuevas, y con murmullos lo hacía callar para mirar tranquilo. Estaba solo, juntado con mi vieja memoria, y todo era como un desierto sobrepoblado. Hasta la gente era distinta, retocada por una etnia migrante de Bolivia, Perú o Paraguay. Había lugares nuevos, como Puerto Madero, cuya única tradición era el enriquecimiento súbito y el crimen de las altas esferas, centros comerciales de Palermo, que rememoraban metrópolis ajenas, y un constante homenaje a lo que no existe, y que tampoco existió, al menos tal como lo mostraba el ingenuo homenaje. Recordé aquella frase de Borges, que ya es vieja, “Yo nací en una ciudad que también se llamaba Buenos Aires”. Hasta esto que sentía había sido sentido antes, por alguien abolido. El gran tiempo, los enormes años afuera, estaban en el aire a punto de desplomarse encima de mí. En la Plaza del Congreso me enternecí por la simple sensación del viento, y recordé unos veteranos de la confitería “El Molino”, jovatos poseídos por la prestigiosa necrofilia de los exiliados españoles de la guerra civil. En tono rudo y castizo me habían contado y señalado con el dedo, rebosantes de   añejo orgullo, como en la Avda de Mayo se peleaban exilados republicanos y franquistas, y se gritaban consignas de acera a acera. Relataban en los sesenta un recuerdo de los cuarenta, y yo los escuchaba apasionado. En aquel entonces eran fantasmas, ahora ya eran fantasmas de fantasmas. Pasé caminando al lado del Café La Paz, que seguía casi igual pero más pobre, vacío, desconcertado, y más allá los cines que ya no estaban. En algunas esquinas de Lavalle o Uruguay, sentí como un vértigo la tentación del espejismo: ver que yo mismo venia caminando enfrente por la acera. No solamente la ciudad me mareaba con el tiempo, también la diferencia con alguien que fui una vez, y no había imaginado nunca este presente. Ese día tan raro me observe mucho en el espejo del ascensor: un hombre mayor, canoso, con calvicie a los lados, sobre unos grandes ojos tristes de ceño denso. Los otros semblantes, reflejados por pasajeros más jóvenes, acreditaban mi vejez habitual en el espejo. Afuera no había otras señales de paso del tiempo. Por aquí, en el centro, por Montevideo y Lavalle, a menos de dos cuadras de los Tribunales, yo había visto la ferocidad policial en aquellos días, los Falcon chupando gente, tipos que gritaban su nombre antes de que la cana los arrojase esposados en el asiento trasero. En esta población actual desconocida, aquello desaparecía como nubes en el viento, como si no hubieran sido. Recordé la carta precautoria de un amigo: “con Argentina hay dos errores mayores que podés cometer, uno es irte, el otro es volver”.

En un café cercano, mientras miraba por la vidriera como caminaba el presente, había recordado los días anteriores a mi salida, cuarenta años atrás. El grupo de compañeros de la Plata estaba entonces disperso, perdido, no podía acercarme a ningún lugar conocido, y un amigo sin militancia me ofreció esa casa grande en Flores. Aquel lugar ultimo de Buenos Aires, el aguantadero casual, que ahora decidí volver a ver. Mientras revisaba Rivadavia desde el taxi, al que le pedí ir muy despacio, recordé esas semanas escondido en el caserón abandonado. Curiosamente, ese lugar ajeno, era ahora mi memoria más íntima, porque mis padres fallecieron, amigos y parientes ya no estaban, y la ciudad ya era otra. En esa casa vacía había detenido la fuga, descongelado la desesperación contenida, y logrado pensar. Estuve obligado a pensar, y había sentido el gran miedo. Y logre el ultimo resumen mental, antes que me sacasen por el Tigre para Uruguay, de ahí a Rio Grande y luego a Venezuela, a México, y luego España, y luego todo lo demás que fue mi vida. Esa casa, sus enormes habitaciones, sus escaleras sombrías se descargaron al recuerdo en pedazos, con alterados pensamientos y rancias amenazas. Los rincones donde cavilaba, los pasillos que recorría en soledad, agotado de alerta, pegado a la contraseña como un talismán, temeroso que los compañeros no me buscasen, o se olvidase de mi un pariente cercano que era mi segunda base. Esperaba siempre que llegaran. Las miradas peligrosas de afuera, mis ojos de insomnio sobre la calle intrigante, las luces súbitas y las bocinas inciertas, la noche estudiada con obsesión. Era la espera y el terror, y el sobresalto que una vez tuve con un rostro desconocido mientras espiaba por el ventanal. Esas habitaciones llegaban a mi memoria como un alud, y la casa parecía tener el tamaño y la forma de mi cerebro, quizás por el horizonte de aquel miedo inacabado; un resumen gigantesco e inútil, que había construido trabajosamente sobre esa edad incierta. Aquel pánico y esta extrañeza, lo antiguo y lo nuevo se mezclaban, mientras Rivadavia viajaba hacia atrás por la ventanilla del taxi: esquina de pizzería, cine, plaza, estación de subte. Aquel sobresalto había sido decisivo, un relámpago mayor de terror y verdad. Había estado todos esos días mecido por la desazón, con el sentido de las cosas perdido, disgregado por la erosión incesante de la soledad y el miedo. Descalzo en la oscuridad, ya no podía discriminar cual sonido era amenazante, o que ruido del jardín era un pájaro o una mera llovizna. Había pensado que debía irme con urgencia. De algún modo, sabía que los chupados por el ejército o por la policía morían torturados adentro de los “pozos”. Ese miedo y la soledad roían mi escucha y mi vista, trastornaban las señales, y prepararon ese sobresalto. Estaba espiando el sendero lateral por los vidrios cuadriculados, prendí mi linterna y lo vi, esa cara vencida, inerme, sorprendida en la llovizna, con los ojos aterrados al mirarme parado y descalzo con mi linterna. No era un ladrón, tampoco policía, se volvió con rapidez a la entrada y se perdió en la oscuridad. Dejaba el horror flotando, girando en una mueca, pero si decidió denunciarme se demoró mucho, al otro día me buscaron los parientes que me pasaron por el rio. Esa imagen tremenda de un terror compartido, ornada por la circunferencia de la luz lloviznada, la sorpresa de sus ojos abiertos en pánico sobre ojeras arrugadas volvía sobre mi propia cara imaginada en sus ojos, y la angustia no me abandonó hasta mi partida. Por momentos dudaba si fue una alucinación, un sueño o la señal de una cara vencida. Cuando baje del taxi en Rivadavia al 6.400, y di vuelta en la esquina hacia el barrio, el denso recuerdo se evaporo y me tranquilice. El ambiente era de modestia amable, cercano y vecinal, y empecé a caminar cómodo, balanceado. Me sentí bien y volví a percibir una calle calmada, recibía en orden la penumbra que dejaba el descenso del sol de invierno. Las cosas de la gente también sucedian pausadas, benignas, con voces prudentes, como antes de la dictadura. Tiempo anterior, cuando todo parecía mas o menos fácil, confiable, con reglas de juego que extendían una vieja fe en el sentimiento común, una amistad natural con el mundo. Las veredas, los cordones de cada cuadra, los zócalos, las baldosas, cedían a mis pasos y casi caminaban conmigo, uniendo las sombras que avanzaban en una brisa húmeda. La plaza Flores, con pocas luces amarillentas, los canteros ennegrecidos, y algunos chicos lejanos corriendo entre gritos hacia una mujer con paraguas, me dejaba descifrar la antigua jovialidad. Seguí otra cuadra hasta avistar el caserón en sombras. Estaba igual, seguía abandonado como entonces, un gran fósil de la cuadra. No había pasado el tiempo. No pude contenerme de abrir el portoncito y dar unos pasos prudentes sobre el pasto húmedo. Me dejé empapar por la oscuridad olorosa del jardín, y de pronto levanté la vista deslumbrado por la linterna que un muchacho aterrorizado y descalzo sostenía desde el ventanal.

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