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Robert velasco Castañeda

El Carpintero

Pino.

El tallo de los limoneros sembrados en el antejardín  está infestado por gusanos de cabeza negra y cola anaranjada, a los lados, sobre las raíces. En la delgada película de tierra florece un rosal, y bajo la sombra de las endebles ramas cítricas está  él, sentado en una silla rimax, con la vista a la calle, viendo pasar el día en silencio; al vecindario se le han acabado los fugaces saludos que son despedidas al mismo tiempo: Don Antonio ya no habla, sólo observa el pobre frente que se resume en unos cuantos perros y algunos pasos fortuitos de gente resignada a su silencio.

Huele a madera, Don Antonio huele a Pino, a madera blanda, maleable. Las preguntas del visitante quedan suspendidas en hebras invisibles, mecidas por el viento y luego desprendidas y abandonadas a su suerte, mutismo, ostracismo, silencio finito. «Ya no habla tanto como antes, joven», sale la Doña desde las profundidades de un zaguán, «pierde el tiempo». En sus manos transporta una cucharita con un contenido viscoso y anaranjado, Don Antonio la mira distraído, la mira desde otro tiempo, ajeno al acto de su Doña, «a ver Antonio, abra la boca». Un hilillo  anaranjado se desprende de la comisura de sus labios delgados. «Es epamín”, dice ella, “para que no convulsione». Una cicatriz en la cabeza  de Don Antonio bordea el respaldo de la oreja izquierda como una sombra queloide, como una cordillera en miniatura rodeada por un lote baldío, sin árboles, sin maderas de montaña. La mirada de Don Antonio está dirigida al rugoso piso y la Doña me invita a pasar.

 

Cedro.

El largo pasaje era oscuro y silencioso, un olor a madera vieja se desprendía de arriba, del techo. La Doña caminaba altiva con su cabellera lacia y su vestido de batallas domésticas, después, un espacio se abría ante los ojos como si el prolongado zaguán fuese un telón invisible para ocultar la sala. Mientras caminaba, la Doña señalaba con su dedo  una cantidad de placas conmemorativas. «ésta se la dieron cuando cumplió cinco años en la empresa» decía, «eso, que es como un proyector pequeño también se lo dieron allá, es de puro bronce, y se lo regalaron cuando llevaba ocho años».  En un mueble gigantesco de cedro y aglomerado con puertitas de vidrio había una vajilla china, «ese bifé, lo hizo él, Antonio, y la vajilla me la regalaron un diciembre, ¿bonita no?, creo que es china, eso me dijeron, y por eso no la uso, la guardo para algo especial».

La sala era una réplica a pequeña escala de aquellas que aparecían en los programas de televisión: Un conjunto de muebles viejos, reparados varias veces para contener el inminente deterioro que dejaba el peso de los culos y las espaldas,  en el centro el televisor. Todo tenía el sello de Don Antonio. El mueble donde el televisor Sony de treinta pulgadas reposaba, era una combinación de varias maderas extraídas de los teatros donde había trabajado, un poco de cedro, un tanto de aglomerado fino. «Ya casi completa el año, fue en diciembre cuando tuvo el accidente, una señora lo encontró inconsciente sobre la carretera y avisó a la Policía, en el comparendo sólo decía que había caído del bus y que su cabeza había golpeado contra el pavimento», «Me llamaron del hospital a decirme que si era familiar de Antonio, le dije que sí, y esa voz me volvió a decir que él estaba allá inconsciente y que lo iban a operar, desde ese momento todo cambió».

 

Virutas de Roble.

El comedor es una estructura sólida con un gran vidrio ovalado bordeado por seis asientos  hechos en roble. Detrás del comedor, una gran biblioteca custodiaba las comidas y el metabolismo de las conversaciones. «Lo que más extrañan sus hijos, y yo, es su voz, cada vez que nos sentábamos a comer él nos contaba algo del trabajo o alguna noticia que había visto o escuchado en algún lado». Sobre las tablas de madeflex varios títulos reposaban vigilantes, expectantes, Jorge Isaacs con su María, Karl Marx y varios títulos de tópicos sindicalistas asomaban sus lomos ante el espectador. La Doña desaparece por un instante y vuelve con una bolsa grande. Sobre el comedor deja lo que ha traído. «Y este, joven, es el libro de él, pero no lo ha escrito Antonio, se lo escribieron en la clínica”. Un grueso legajo  de hojas escritas con una caligrafía ilegible, inentendible, tomografías, gráficas extrañas tituladas con nombres cerebrales y neurológicos, una cantidad absurda de recetas médicas, desde el epamín y la carbamazepina, hasta ungüentos para evitar las peladuras que generaban el roce de las sábanas con la piel. Autores fortuitos, escritores de paso que han dejado la transcripción de un diagnóstico dilatado en cientos de páginas, con un único personaje: paciente caucásico de cincuenta años con TCE (Trauma Craneoencefálico), estable. Le pregunto a la Doña qué pasó después del accidente; “nada, lo que ve aquí escrito, operaciones, hospitalizaciones, más operaciones y él, que cada vez cambia, como si fuera una persona diferente al pasar lo años”.

 

Granadillo.

En la última parte de la casa está el taller. Allí Don Antonio solía transformar la madera en muebles, viruta y aserrín, los fines de semana cuenta su esposa, se encerraba desde muy temprano, garlopa en mano, a pulir, cortar, pegar, lijar y pintar todo lo que se dejara convertir en algo útil. “Para hacer un juego de alcoba se echaba dos meses, lo perfeccionaba hasta que quedaba como él quería”. Era su pasatiempo una forma de escapar de la intensa rutina laboral que lo encasillaba como un simple obrero y un sindicalista más, el carpintero en su taller era una especie de dios, creaba de una rústica tabla la más lozana superficie para una mesa, un asiento o un juguete. Era de madera dura, dice la Doña, como el granadillo, esa tabla que dobla las puntillas cuando el acero intenta irrumpir sus fibras.

El olor a celulosa añeja persiste en el taller. La herramienta yace intacta en un rincón del espacio, oxidándose poco a poco como los huesos de su dueño, Ahí está el pequeño mundo abandonado, el todo de un hombre que ha caído, el árbol que quizá ha sido derrumbado, nadie sabe.

Desando los pasos; en el camino están las habitaciones, el patio, el comedor y encima de él la obra médica que sigue recopilando capítulos para su personaje, la biblioteca con sus autores expectantes, la sala amaderada, el antejardín y los limoneros, Don Antonio y su historia.


Photo Credits: Yasmín

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