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DC capitol
Photo by: Vlad Podvorny ©

El Capitolio en el escenario

Un día ocurrió lo que parecía imposible: el asalto del Capitolio, el edificio que contiene las dos cámaras del Congreso de los Estados Unidos. El ataque que buscaba impedir la certificación de los resultados de las últimas elecciones presidenciales en favor de Joe Biden, quedará grabado en la memoria colectiva norteamericana y mundial.

Su primer plano de análisis obligado remite a un trágico evento con cinco vidas perdidas; y la impresión de debilidad de la democracia producida desde el seno mismo de la política del país del Norte a través de la invalidación trumpista de la realidad: su insistente rechazo de los resultados legítimos del último acto eleccionario y la denuncia de fraude, y los reclamos en Tribunales, todos rechazados; y el discurso de Trump antes de los incidentes, y el llamado de su abogado, Rudy Giuliani, también en un mitin previo al ataque, a un medieval “juicio por combate”.

El asalto del Capitolio como señal de crisis involucra, a su vez, la cancelación de la protesta legal a favor de la violencia y el ataque a las instituciones por una turba. La Real Academia Española define a la turba como “muchedumbre de gente confusa y desordenada”. En esa multitud caótica la individualidad se disipa, y actúa como una sola fuerza exaltada, tal como lo entendieron ya, en famosos análisis, Gustav Le Bon, en La psicología de las multitudes, 1895, y Freud en la Psicología de las masas y análisis del yo, 1921, deudor en parte de las ideas del sociólogo francés.
En la masa se pierde la inhibición, y lo que el individuo no haría por cuenta propia, lo hace como un átomo dentro de un colectivo enardecido e irracional (1).

¿La reaparición de la masa como actor social permanecerá como factor protagónico constante, o se trata solo de un evento excepcional que terminará por agotarse en el espectáculo de la agresión política repetible una y otra vez solo en internet?  El alivio del acto de la jura del nuevo presidente con un discurso racional de unidad y en condiciones pacíficas, sin incidentes ni en Washington D.C ni en el resto del país, evidencia seguramente la condición de evento excepcional de los incidentes que muy difícilmente se repitan, aun con el trumpismo al acecho. Pero la toma del Capitolio sí se repetirá en el mundo paralelo digital, como consumo de un continuo relato visual espectacular.

A través de las comunicaciones instantáneas y globales, se radicaliza la sociedad de lo espectacular, conceptualizada ya de forma pionera por el clásico de Guy Debord (1), y también atisbada por Adorno y Horkheimer (2). El asalto y saqueo del Capitolio se convierte en espectáculo en sí mismo, en paralelo a su significado de acto de sedición de la turba que rechaza los medios racionales y legales de la protesta.
En una sociedad de la primacía de lo visual y la escena, tal vez es oportuno no subestimar la intervención del efecto teatral en la modelación de lo político (3).

La insurgencia en el Capitolio se convierte en escenario y parodia indisociable de la teatralidad de ciertas imágenes y personajes, como el sujeto vestido con cuernos y piel de bisonte, Jacob Chansley, de Arizona, alias Jack Angeli, firme adherente a teorías de la conspiración de la extrema derecha; o el manifestante que, cual un hombre araña, se cuelga de un balcón de la Cámara del Senado; el individuo que aparece con un supuesto atril robado de la oficina de Nancy Pelosi, la presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos; el que deambulaba con toda serenidad con una bandera confederada; o los partidarios de Trump que se sientan en oficinas, como la de Pelosi y otros; o los funcionarios acurrucados que se refugian en la galería de la Cámara de Representantes. Y son también parte de la iconografía escénica del asalto los exaltados destruyendo ventanas, y otros ingresando con llamativa tranquilidad por las puertas abiertas del recinto institucional.

Dentro de la sociedad del consumo de lo espectacular lo político es también teatro político. La ruptura del pacto de convivencia democrática, y de la legalidad que le es propia, convive con una dimensión escénica que adquiere cierta autonomía respecto a su naturaleza estrictamente política. Y lo escénico, de la espectacularidad del asalto, involucra otras dos actitudes particulares de los manifestantes: cuando interrumpen su enojo para inmortalizar su osadía con algunas selfis, o cuando acusan haber pensado detenidamente un atuendo para llamar la atención en escena. El caso arquetípico, esto último, del “iluminado” de los cuernos.

La violencia convertida en video y selfis que pueden verse una y otra vez, y que teatraliza, escenifica, un regresivo maniqueísmo básico: la lucha entre el bien y el mal. La multitud seguidora de Trump como supremo sacerdote, y que se estima el bien absoluto, abalanzándose sobre lo que para ellos es lugar protector del mal del fraude y la manipulación al servicio de Biden y los demócratas.

La estampa imponente del estilo neoclásico del Capitolio contribuye también a la puesta en escena del dramatismo de la sedición. Otros hechos de violencia política en la historia norteamericana se envolvieron en una escenografía teatral, lo que contribuyó a su carácter escénico, como el asesinato de Abraham Lincoln, asesinado por el actor sureño John Wilkes Booth, el 14 de abril de 1865, justamente en un teatro, el Teatro Ford en Washington D.C, en un palco que se conserva intacto; o el asesinato de John F. Kennedy, en 1963, en la calles de Dallas, a plena luz del día y como si tratara de una representación para ser vista en un escenario al aire libre.

Y toda puesta en escena necesita de un libreto. Los escritores de la obra teatral de la insurrección del Capitolio demuestran la libre imaginación de lo conspirativo inverificable, o solo verificable en su carácter falaz.

La teoría conspirativa permite justificar la idealización de las propias posturas y la demonización de las contrarias. La teoría QAnon surgida en 2017 habla de una conspiración de Biden, Clinton, Obama, e incluso el Papa en una organización pedófila y satánica. Señal de una época del delirio sin pudor, y si la locura es pérdida del sentido de la realidad, estas teorías, vividas como ciertas y reales, evidencian una locura politizada, alimento de los fascismos. Y aquí se ve con claridad la gratuidad en la demonización de lo otro; y que pone a los que avalan este tipo de relato imaginario en el pedestal de los nobles e idealistas, patriotas y abnegados representantes de lo bueno. Esta narrativa conspirativa escribe así el guion para la escenificación de la aludida lucha maniquea entre el bien y el mal.

Y esta narrativa conspirativa demuestra el poder de lo inverificable en la sociedad de la posverdad, negadora de los hechos demostrables. Narrativa que debe ser diferenciada de conspiraciones reales demostradas mediante pruebas racionales y evidencias documentales. En esos casos la conspiración deja de ser una fabulación incomprobable para convertirse en una actividad criminal demostrada, o con una alta probabilidad razonable (4).

Cuando la realidad racional y verificable no tiene valor porque lo real es lo que yo digo y enuncio, la apelación a la conspiración inverificable no tiene límites. La conspiranoia escribe entonces uno de los libretos o guiones, al menos, que se teatralizan en el asalto y saqueo del Capitolio.

Y otro guion quizá del asalto escenificado debemos situarlo en aquel personaje embelesado con su bandera confederada. En su famoso escrito El 18 Brumario, Marx manifestaba que la historia primero acontece como tragedia y luego se repite como comedia. Este es el caso. La bandera confederada ondeaba en los ejércitos del sur liderado por el general Lee en la guerra civil norteamericana (1861-65). Un evento que supuso cerca de un millón de muertos, y destrucción y sufrimiento a gran escala. El sueño de los confederados era someter a Washington y hacer flamear su bandera en la Casa Blanca. Mucho tiempo después lo han conseguido, pero como comedia o parodia en una insurrección enfangada en reclamos indemostrables.

La teatralidad, la parodia, las complicidades veladas (5), evidencian lo complejo del acto del asalto. Un proceso que recuerda el efecto teatral que convierte en show la voluntad fundamentalista de imponer una verdad para la que el dogma es más importante que lo verificable fuera del escenario. Una situación que será espectáculo continuo en el mundo digital, pero que quizá nunca se repita como amenaza de las instituciones de la democracia, imperfecta, pero que es lo único que asegura la libre expresión y el derecho del voto.


Citas.

(1) Muchas condiciones determinadas podrían ser alegadas para comprender a quiénes se suman al tipo de colectivo o “comunidad afectiva” de la turba envalentonada contra el Capitolio. Pero no es aquí el motivo principal de nuestro análisis.

(2) El clásico La sociedad del espectáculo, de 1967.

(3) En esta dirección es oportuno recordar Construyendo el espectáculo político (1988), del politicólogo Murray Edelman, de la Universidad de Bucknell.

(4) En el clima de la posguerra estos dos filósofos, exponentes máximos de la Escuela de Frankfurt, observaron los procesos de los medios (radio, prensa, televisión) para atraer la atención e intentar modelar la opinión pública.

(5) Las teorías de la conspiración inverificables deben ser distinguidas de las que finalmente son disipadas por pruebas y evidencias racionales, o las que subsisten con un fuerte asidero racional. En el primer grupo está, por ejemplo, el caso de Los protocolos de los sabios de Sión, supuesta conspiración de una sinarquía judía inventada por la policía secreta rusa zarista para justificar políticas antisemitas; y en el segundo grupo, de lo que tiene fuerte evidencias o indicios de tratarse de una posible realidad conspirativa, y no de una mera teoría conspirativa del ámbito de lo inverificable, podríamos alegar como ejemplo la posible actividad criminal encubierta de grupos organizados en el ya mencionado asesinato de John F. Kennedy.

(4) Las complicidades veladas es otro factor en la construcción compleja del espectacular asalto del Capitolio: había muchas señales de que el ataque se estaba gestando, que su ejecución fue planificada, no un acto espontáneo. ¿Cómo entonces no fue advertido y anticipado por las fuerzas de seguridad, siempre con sus pletóricos y costosos recursos de inteligencia? La sospecha de una complicidad posible es inevitable, como las que alegan también los representantes demócratas respecto a algunos de sus colegas trumpistas.


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