Se terminó septiembre y con él se va el temor temporal y la superstición de que este es el mes de los temblores en la Ciudad de México. Han pasado 35 años desde aquel terremoto que nos sacudió la memoria y alteró la estructura de la ciudad. Y desde el 2017 otro terremoto nos sumó una nueva cuenta que nos recordó lo vulnerable que somos. Dos terremotos en 32 años, en la misma fecha, han sido suficientes para que los habitantes de esta ciudad bautizaran a septiembre como la temporada de sismos. Pero en medio de la tragedia y el caos sobran razones para reír. Y aunque es de más decirlo, en el caos siempre hay gente que se roba el protagonismo, se atribuye la santidad y se autodenomina héroe.
La tarde del 19 de septiembre del 2017 yo estaba en la escuela cuidando a un grupo que tomó un examen de matemáticas. Cuando el temblor tomó a la ciudad con la palma de su mano, la alerta sísmica no se activó. En segundos el edificio se comenzó a mover oscilatoriamente y dimos inicio a la desordenada evacuación. Para cuando el último niño salió del salón yo estaba en la puerta y mi colega Pedro, profesor de inglés como yo, se acercó y me dijo, “Está fuerte”. Justo en ese instante el inmueble fue abrazado por el movimiento trepidatorio y como si estuviéramos dentro de una maraca gigante todos comenzamos a brincar. Afortunadamente logramos evacuar a 133 niños judíos ortodoxos. Sin embargo, adultos, adolescentes y ancianos por un momento pensamos que moriríamos ahí.
La ciudad entró en pánico. El caos reinó. Los habitantes se organizaron. Y todos nos pusimos los guantes para salir a ayudar en lo que fuera necesario.
Al día siguiente nos juntamos tres amigos para brindar apoyo adonde se necesitara. Nos pusimos la capa de héroes el Doctor, el Flaco y yo. Los tres éramos dueños de una confianza de hierro que nos alentaba. Yo creía que mi habilidad para comunicarme en inglés sería útil en el apoyo a extranjeros residentes en la ciudad. El Flaco es Scout y tiene experiencia en la organización y el trabajo en equipo. Y aunque de los tres el Doctor era el más útil e importante, él se encontró libre porque miles de médicos y estudiantes de medicina de todo el país llegaron como voluntarios. Entonces el Doctor era una joya en una isla desierta.
Nos concentramos en las inmediaciones de la Alcaldía Cuauhtémoc. El Flaco juntó a un grupo de Scouts y la persona encargada de asignar gente a las zonas más necesitadas nos dijo que en el Jardín Pushkin, en la colonia Roma, había un centro de acopio y allá necesitaban ayuda. Llegamos al parque y todo era un desorden total. Aunque ya tenían los víveres y miles de cosas separadas en grupos; en el parque todos eran líderes. Había hombres y mujeres gritando, dando ordenes y otros tantos descargando mercancía que llegaba en autos compactos, camionetas y hasta en transporte público. El Flaco se puso su corbata de Scout y con su teléfono y una aplicación que servía de walkie-talkie nos organizó. A los Scouts los dividió en dos equipos, a uno lo envió a separar alimentos y al otro lo destinó a la descarga. A mí y al Doctor nos asignó el control del tránsito vial. Ahí nos vimos, un médico dirigiendo autos que llegaban a descargar despensas y yo controlando la zona de tránsito y el cruce peatonal. Lo fascinante fue ver cómo de un momento a otro el Flaco había conquistado el parque. ¿Cómo sucedió esto?, no lo sé. Pero el Flaco en menos de media hora ya tenía bajo sus ordenes a toda la gente.
Una hora después el calor de las 2 p.m. nos freía como huevos en sartén. Me acerqué a mi amigo para pedirle agua. El Flaco dio la orden para que me dieran dos botellas, una para mí y otra para el Doctor. En la avenida, en el lado opuesto al parque, había unos policías apoyando; y pedí agua para ellos también. El Doctor y yo nos tomamos un descanso. Eso de dirigir el tránsito es excitante, te sientes poderoso al ver como con una mano y un silbato pueden controlar y dar ordenes.
Está horrible el calor, le dije al Doctor. Sí, dijo él, y tomó un trago de agua. Los policías se sentaron sobre la banqueta. El Doctor y yo los mirábamos mientras conversábamos. Oye, le dije al doc, ese pinche Flaco no ha hecho ni madres más que dar ordenes. El Doctor me miró con ojos de cachorrito enojado y nos comenzamos a reír. En eso el Flaco nos empezó a gritar. Doctor, muéveme a esos carros que me están estorbando la descarga. A mí me gritó ordenes para que no dejara estacionar autos en una zona donde los Scouts llenarían una camioneta destinada a otro centro de acopio.
Una hora después el Flaco abandonó su puesto de mando y nos reunió para informarnos que un edificio acababa de colapsarse en la zona. Vamos caminando, dijo el Flaco, no estamos lejos. Entonces emprendimos una caminata entre las calles de la colonia Roma. Dimos vueltas y cruzamos avenidas mientras el Flaco recibía mensajes desde su teléfono walkie-talkie, los Scouts, el Doctor y yo nos preparábamos para encontrarnos con la desgracia viva. Yo me imaginaba que en cuanto diéramos una vuelta veríamos la montaña de escombros, los cuerpos de rescate luchando contra el reloj, y nosotros llegando como brigada de apoyo. Éramos héroes.
En un punto en el que ya era cómico seguir dando vueltas, el Flaco se detuvo en una esquina. Nos hizo una seña para que pusiéramos atención. Hemos llegado, dijo, y en su cara se dibujó un gesto que me enchinó la piel. Pensé que mi amigo acababa de ver algo inesperado. Cuando llegamos a la esquina y dimos vuelta a la derecha, efectivamente nos encontramos con un tumulto de gente, en su mayoría mujeres, señoras preparando comida rápida y separando víveres. Cuando las mujeres nos vieron nos recibieron con sonrisas amables, con el calor que emana de las personas que son buenas y que su gusto es dar.
No había edificio colapsado. No había escombros, no había rescatistas ni ambulancias. El Flaco nos había llevado a otro mini centro de acopio donde nos recibieron como a gladiadores. Éramos efectivamente héroes. Nos dieron comida. Nos felicitaron. Nos preguntaron que si queríamos algo más. Nos dieron de todo, hasta ropa. Con una torta de jamón en una mano, una lata de coca cola en la otra y masticando una galleta le dije al Doctor, Pinche Flaco, o se equivocó de dirección o el güey ya tenía hambre. El Doctor dio una mordida a su torta y me dijo, Los héroes también comen, güey. Y nos empezamos a reír.
Photo by: David Cabrera ©