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El Café Córdoba

CIUDAD DE MÉXICO: El Café Córdoba está en la calle Serapio Rendón casi con la esquina de San Cosme en la colonia San Rafael, dentro de la delegación Cuauhtémoc; Ciudad de México. Al frente se encuentra la abandonada fachada del antiguo Cine Ópera y a unos pasos el teatro Manolo Fábregas. Con esta cercanía a puntos estratégicos y enigmáticos de la ciudad, mis recuerdos y anécdotas en esa calle forman una valiosa parte de mis recursos como escritor.

–Yo lo veo de esta forma:

Hace casi dieciocho años cuando leí una de las biografías del Che me enteré que por esas calles de la Ciudad de México el fotógrafo pobre y doctor con poco futuro conoció su destino en un café en la zona de la calle Puente de Alvarado. Las innumerables versiones de cómo el Che conoció a los cubanos exiliados en el México cincuentero ya no era lo que me llamaba la atención, sino las variadas citas bohemias que se narran en distintos cafés chinos de la zona. ¿Sería que el Che y Fidel alguna vez estuvieron en el Café Córdoba?

También fue culpa de Roberto Bolaño, el día que abrí las primeras páginas de Amuleto y Auxilio Lacouture me contó sobre sus aventuras en esa ciudad negra donde el llanto es neblina, y el escape son los cafés chinos. Lo mismo pasa en los Detectives Salvajes, varias versiones de sus personajes tuvieron sus andadas en esos lugares llenos de un magnetismo fervoroso y un olor a pan horneado, tortas de jamón, enchiladas verdes, milanesas con papas y bísquets untados de natas; acompañado de un café americano para la conversación. Así se planea un futuro literario y las revoluciones eternas, los símbolos se convierten en esferas decoradas con dragones y Confucio, y de budas gordos rodeados de niños. Yo… yo también comencé en un café chino, el de mi bisabuelo.

Fue en ese Café Córdoba donde mis primeros años de vida recolectaron todo tipo de enseñanzas y modificaciones literarias. En ese café era imposible no coleccionar escenas que me servirían hoy en día para escribir. Ese café fue el escenario donde mi bisabuela, mi bisabuelo y mi abuelo planearon durante todo un día de caos como sacar con vida a mi abuela y sus seis hijos de Tlatelolco la noche del 2 de octubre de 1968. En ese café cuando di mis primeros pasos las manos del que yo conocía como el Ñoño me tocaron para ayudarme a seguir. Cuando sentí esa mano pesada y extraña, al levantar la cara y ver frente a mí no solo al colosal Édgar Vivar sino también al mismísimo Profesor Jirafales, solté un llanto inaguantable y no fue de emoción, fue el hecho de ver dos fotografías vivas. El Café Córdoba también aguantó los golpes del terremoto de 1985 y quedó intacto. Ese café chino fue el único testigo de las treinta y tres veces seguidas que vi Batman de Tim Burton en el cine Ópera, en sus años de decadencia, antes de que el TRI, El Haragán y Cía. lo tomaran de escenario para sus conciertos. Incluso Mercyful Fate llegó a tocar ahí.

La música y no sólo la de la consola flotaba en el ambiente del Córdoba. Era cultural y tradición que músicos callejeros andando por la ciudad a la hora de la comida y la cena pasaran por el inmueble y le pidieran permiso a mi bisabuela para que les dejara entonar una o dos canciones y hacerse de unas monedas. Mi abuelo me había entrenado para aprenderme los nombres de los más famosos: El Cantarrecio, El Mariachi Cojo, El Sullivan, El Soldado, El Buki y El Roberto Charly. Sin duda fue un deleite ver a todos cantar con esa pasión y seriedad, El Soldado era el único que sonreía y al despedirse y dar las gracias hacía una exagerada genuflexión ante la mirada fulminante de mi bisabuela. Uno de los personajes que jamás olvidaré y que más miedo me daban era el Chaparrón Buenaparte, un voceador de periódicos jorobado, bigote partido a la mitad, dentadura podrida con los pocos dientes más grandes que los de un caballo y su uniforme azul marino sostenido por un cinturón de campeonato boxístico. Siempre desde afuera miraba la vitrina y con onomatopeyas y gestos le pedía pan a mi bisabuela. Ella no le daba nada por supuesto, pero el tipo no se iba, se quedaba ahí durante largos minutos y yo con ese morbo inevitable de querer verlo. Sentado en la barra, muerto de miedo, trataba de olvidar lo que afuera pasaba para observar las quince mesas ocupadas y la barra llena en una noche. En sí, todas las noches el café se llenaba. 

— ¿Qué pasó después?

Así como el cine Ópera se derrumbó en el olvido, con la tecnología y su avance sin parar, la llegada del Nintendo y los CDs, la fayuca de la avenida San Cosme se expandió y esa parte de la ciudad se iluminó más. De esas calles llenas de un neo folclore nació la novela El árbol en mi pecho, de mi puño y tinta. Un secreto intuido por algunos conocidos pero que hasta ahora confieso abiertamente. Ese progreso avanzó dejándolo todo atrás. Lo arrastró lo más que pudo pero fue imposible llevar el paso. Mi bisabuela murió en 1990 y se llevó con ella toda la suerte que el Café Restaurante Córdoba poseía. El inmueble se inundó de soledad y en las paredes se impregnaron las memorias. La consola comenzó a tocar por sí sola y cuando quería, los niños desaparecimos y el Chino, mi bisabuelo, se quedó solo y enmarcado en una fotografía plasmada en la vitrina del pan, un pan que con el tiempo también sabía a olvido. La foto de mi abuelito Luis, como le decíamos, cautivó la mirada del director de cine Arturo Ripstein, que con su magia y talento la llevó a la pantalla grande con la película Sin remitente en 1995, filmada meses antes de la muerte de mi bisabuelo. En la escena, el protagonista interpretado por Fernando Torre Lapham, usa el café como un refugio a su soledad, y un lugar donde pide unas suculentas enfrijoladas. Sin duda Ripstein conocía muy bien el lugar, ya que no hizo omisión de imágenes de vasos con café con leche, charolas de pan chino y las porcelanas decorativas.

Ahora el lugar lucha por sobrevivir, mis parientes y algunos extraños se creen los dueños, quizá lo son. Pero los verdaderos dueños de ese lugar somos los que nos llevamos el sabor del café con leche en el paladar, los que aun mantenemos las moronas de los mantecados esparcidas sobre la ropa y la crema de los chuys untada en las comisuras de la boca. Somos los dueños los que recordamos las canciones y las caras, el vapor de las jarras y las grandes letras que anuncian el W.C. Yo sin duda, al saber que le hago honor a ese hermoso lugar, que ahora está encerrado en un contorno muy lejos de la belleza estructural moderna, me siento dueño por ser alguien que imagina su historia, cuando me vagan los pensamientos y me atrevo a violar las leyes de las versiones y me pregunto si Bolaño estuvo ahí, o si al menos pasó algún día por ahí. O que si cuando Fidel y el Che estuvieron encarcelados en esa celda de inmigración, a tan solo unas cuadras de ahí, al tocar la libertad pasaron y se tomaron un café americano. El último de sus días en México. Nunca lo sabré, pero me complace adaptarlo a mis relatos. El sabor del café chino y la estructura del inmueble, su nombre y las fotografías de mis tíos y tías me llevarán a la eternidad arrastrado por el progreso de la vida. Eso sí, acompañado de un café con leche.

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