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arturo serna
Photo by: Stanislav Sedov ©

El artesano de San Telmo

En la placita de San Telmo había un hombre parecido al pintor Giacometti. Era muy flaco, de estatura media y fumaba como una locomotora. Se dedicaba a fabricar unas pulseras de alambre y unas figuritas de cobre, flacas y estiradas. No hablaba con nadie. Durante un tiempo pude intercambiar palabras con él. Después lo dejé de ver. Se ubicaba en un rincón y ponía su puestito con un trapo negro. A veces vendía (mediante señas y carteles preparados) y otras veces se iba temprano y se metía en su departamento destartalado.

En esas charlas me contó que había trabajado en un banco y que hacia transacciones en la bolsa. Era el empleado estrella de una casa de finanzas. Estaba en el centro del capitalismo porteño. Un día, una operación con una banca extranjera le cambió la cabeza. Abandonó el trabajo regular y se fue a la Patagonia, vivió con los indios del sur y luego se instaló en una cabaña construida por él mismo. Se alejó de la vida colectiva y rechazaba toda convivencia social. Había decidido abandonar el uso del lenguaje verbal. Se limitaba a las señas y a los sonidos guturales. Se comunicaba esporádicamente con los pájaros y con los animales del monte. Fumaba por las noches las hierbas que había conocido con los indios. Comía lo que cazaba o lo que cocinaba en el fuego protector. Pero esa vida serena y alejada no era el resultado de una búsqueda espiritual o religiosa; solo quería encontrarse con esa voz que tenía adentro y que no podía escuchar. Le pregunté si le interesaba el misticismo. Me dijo que nada de eso participaba de su vida. Solo quería vivir lejos de todo intento de socialización. Le fastidiaban las convenciones sociales, los embustes, las burlas, las trampas. Había quedado quemado por el cinismo del mundo bancario.

A mí no me espantaba. Lo sentía parte de mi grupo. La soledad no es un estado ni la fuente posible de un malestar. Se trata de un rio que contiene lo mejor del temperamento humano. Se podría pensar la soledad como un agua bendita. Supongo que así la sienten los religiosos o los que están movidos por la fe. Pero en mi caso y en el caso del artesano de San Telmo se trata de un líquido necesario para vivir, como el cigarrillo o las estancias cortas en el balcón o en un banco de la plaza.

El penúltimo día me dijo que había cambiado el banco por el banco de una plaza. La vida contemplativa era la mejor forma de dejarse inundar por el tiempo como un mar. “No tiene sentido defenderse de algo que está destinado a ganar”, dijo. “El tiempo forma parte de nuestras vidas. Dejar de hablar y abandonar el contacto con los otros te permite vivir mejor el proceso de demolición”. Él no sabía que estaba citando a Scott Fitzgerald. Y era mejor que no lo supiese. Los escritores son un grupo que tiene muchas de las mañas de la sociedad que los alberga.

Alguna vez seguiré la huella del artesano y me perderé en el sur.


Photo by: Stanislav Sedov ©

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