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El arte de hacer preguntas

En El imperio, el escritor polaco Ryszard Kapuscinski cita un texto del autor ruso Yuri Bórev, perteneciente a su libro Staliniada, que dice así:

«El tren se dirige hacia un futuro luminoso. Lo conduce Lenin. De pronto, ¡alto!, se han acabado las vías. Lenin apela a la gente pidiendo que trabaje horas extras los sábados. Se colocan más vías y el tren puede continuar su viaje. Después se pone a conducirlo Stalin. También se acaban las vías. Stalin manda fusilar a la mitad de los revisores y pasajeros, y obliga a los demás a colocar vías nuevas. El tren se pone en marcha. Kruschov sustituye a Stalin y, cuando se acaban las vías, ordena desmontar las que el tren ha dejado atrás y colocarlas delante de la locomotora. Kruschov es sustituido por Brézhnev. Cuando vuelven a acabarse las vías, Brézhnev dispone que se corran las cortinas de las ventanillas y se balanceen los vagones, de tal manera que los pasajeros crean que el tren continúa en marcha».

Quizá pocos hayan podido elaborar una alegoría más acertada sobre el fracaso de la URSS que Bórev, pero… ¿por qué cayó la Unión Soviética? Kapuscinski responde con una teoría acerca de la civilización y el arte de plantearse interrogantes. Nota el periodista polaco que en la sociedad rusa «había cada vez menos personas que hicieran preguntas y, por lo tanto, cada vez menos preguntas». La razón es que en todo Estado policial el monopolio de la interrogación atañe exclusivamente a los hombres del servicio de inteligencia.

Con el arte de plantearse interrogantes desaparece también la necesidad de las mismas, esa innata curiosidad cognitiva que poseemos. Para Kapuscinski, «la civilización que no hace preguntas, que coloca fuera de su marco el mundo de la inquietud, del criticismo y de la búsqueda, es una civilización paralizada, estancada e inerte». Ahora bien, ¿no es eso, acaso, lo que necesitan los jerarcas de un Estado totalitario con el fin de controlar cómodamente cada intersticio social, la quietud intelectual? En palabras del escritor polaco, «es más fácil imperar sobre un mundo mudo e inmóvil», y este solo es posible cuando los intelectuales han dejado de interpelar la realidad o apenas se plantean cuestiones triviales y poco pertinentes.

Cuando los rusos invadieron Polonia en 1945 bajo la excusa de liberarla, no tardaron mucho en perseguir a los intelectuales. Lo mismo había hecho Hitler en 1939 al ocupar el territorio polaco. La intelectualidad, por lo común, infunde miedo a los tiranos. Baste recordar el grito, cuyo eco aún retumba en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, del general Millán-Astray vociferando: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». La respuesta de un intelectual allí presente, que por aquellos días ocupaba la rectoría de la alma mater, don Miguel de Unamuno, no puede ser más actual: «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha».

Razón y derecho en la lucha. Lo primero compromete la inteligencia. Lo segundo, la justicia. Así que no hay esfuerzo social digno que no se apoye en estos dos pilares. La intelectualidad está llamada, sin excusas, a construir ambas columnas, y cuando se vive bajo un régimen despótico, se impone la obligación de erigir una tercera pilastra, la de la integridad moral, pues sobradamente aleccionadora es la historia acerca del carácter corrupto y corruptor de los sistemas totalitarios.

Entonces… ¿cómo no perder el rumbo? El arte de hacerse preguntas, respondería Kapuscinski. Las cuestiones filosóficas ayudan mucho, ciertamente, pero las éticas son más propicias, en especial las que comprometen la condición humana. Interrogar la realidad a fin de saber su dimensión cognitiva nos dibuja el contorno del asunto, sin embargo, cuando nos interrogamos sobre su conveniencia ética, quizá veamos claramente el rostro de la fiera. Esa, y no otra, debería ser la labor de un intelectual.

Cuando un intelectual se rebaja a la condición de mero interrogador pragmático, ha perdido el norte. Las cuestiones pragmáticas, lo sabemos, suelen dejar por fuera a la filosofía y la ética para fundarse en lo coyuntural, en simples y mezquinos intereses personales, cuya suma no alcanza al todo de la sociedad. La gran historia, por regla general, se ha forjado no sobre grandes conveniencias, sino a hombros de inmensos sacrificios.

Equivocarse en esta materia se paga caro. Quizá sea oportuno recordar que Unamuno respaldó el alzamiento franquista a mediados de 1936 —de lo cual se arrepintió públicamente después—, que lanzó un llamado internacional de apoyo a Franco ante el horror de muchos intelectuales europeos, y que luego vio, para su desgracia, a varios de sus más queridos alumnos y colegas caer fusilados por el franquismo. Él mismo moriría, al final de aquel oprobioso 1936, bajo arresto domiciliario. La vida es, casi siempre, un búmeran ético, que bien regresa a nuestras manos o a nuestro cuello.

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