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Palmira
Photo by: Manel Gallego ©

El arqueólogo de Palmira

Homenaje a Khaled Asaad (*)

Cuando viste esas columnas por primera vez, supiste tu destino: proteger lo antiguo, amar las ruinas de una civilización hace mucho tiempo colapsada. Supiste entonces que tu lugar estaba en Palmira.

Para esa tarea estudiaste antropología y arqueología. Y ya solo con treinta años te pusiste a la cabeza del Museo de Palmira.

Muchas veces llegaron franceses, alemanes, americanos e italianos a excavar entre las ruinas. A todos los recibiste con brazos abiertos. Hasta conseguiste que le construyeran una casa de huéspedes.

Y no te cansaste al publicar 40 libros sobre las estatuas, relieves, muros, columnas, recintos, monedas, tumbas y rocas talladas de Palmira y Siria.

Volviste una y otra vez sobre el Imperium Palmyrenum, ese Estado del Oriente Próximo que no temió enfrentar a Roma en el 268. Antes, Palmira estuvo bajo el alero de los seléucidas, quienes se hicieron fuertes luego de la caída del imperio de Alejandro Magno.

Recordabas con simpatía a los seléucidas, porque durante su apogeo la patria siria fue independiente. Pero, para el siglo I a, C, los romanos hicieron de Siria una provincia más de su imperio. Sin embargo, Palmira se benefició por su privilegiada ubicación en la Ruta de la seda, esa red de rutas comerciales por las que la seda china circulaba por toda Asia llegando hasta Europa, e, incluso, Somalia y Etiopía en África.

Ese periodo dorado de la ciudad que tanto amaste fue refrendado por el gran emperador Adriano, al que una conocida escritora francesa le dedicó un magnífico libro (1). El emperador viajero le dio a Palmira el nombre de Palmyra Hadriana, y la declaró ciudad libre. Pero los romanos de nuevo, siempre ellos, recuperaron el dominio de la ciudad en el 260, en su guerra contra los sasánidas de Persia, el actual Irán.

¡Pero después llegó Zenobia!

¡La reina Zenobia! ¡Cuántas veces leíste y escribiste ese nombre! Ella no dudó en desafiar a Roma. Así llevó furia y conquista a las provincias romanas de Siria y Palestina, Líbano y Egipto, y parte del sureste del Asia menor; así nació el imperio cuya gema radiante era Palmira.

Zenobia dotó a Palmira con murallas defensivas de 21 de kilómetros de circunferencia, y una avenida o Calle Larga flanqueada por columnas corintias que superaban los 15 metros de altura. 150 000 personas habitaban la ciudad de los muchos jardines, edificios, monumentos, y colmada de dioses que eran venerados en templos como el dedicado al Sol.

Zenobia quería detener el tiempo en la piedra tallada. Con las estatuas ansiaba una belleza permanente, y un símbolo de fuerza. Además de ordenar estatuas de ella y su esposo difunto, hizo erigir imágenes en piedra de muchos héroes y benefactores de la ciudad; y ordenó a cada noble esculpir su propia estatua. Así Palmira hervía en esculturas modeladas por el arte y la voluntad de vencer el olvido. Un capricho, claro, del poder.

El espejismo de la Palmira imperial duró cuatro años.

Los romanos no querían que los pueblos tuvieran sueños peligrosos de libertad. Así, el emperador Aureliano derrotó a tu reina en el 272, y, cautiva, la llevó a Roma para exhibirla en un carro, atada con cadenas de oro. Algunos dicen que después la perdonó, y que le permitió retirarse a una villa en Tibur para entregarse a una actividad menos riesgosa: la filosofía.

Y cuando eras muy joven descubriste en Palmira la plaza del Tetrapylon, cementerios y cuevas. Pero un descubrimiento aún más emocionante fue el de la estatua de la Bella de Palmira (2). Y también es destacable tu gran pasión por restaurar cientos de columnas de la Calle Larga, el templo de Baalshamin, el famoso teatro de la época romana, el tetrapilo con 16 columnas de granito, los baños de Zenobia, las paredes de las murallas.

Tus esfuerzos para promover el interés por la ciudad antigua derivaron en la declaración de Palmira como Patrimonio de la humanidad por la Unesco, en 1980. Y tu entusiasmo también por la procreación y la fe en la especie lo muestra tu descendencia: 11 hijos.

Y en muchos atardeceres caminaste entre las ruinas.

Una suave luz acariciaba las piedras, el viento te traía las voces de humanos de quienes nadie recuerda sus nombres. Alguna langosta sobre la mano de una estatua atrajo tu atención. En las calles, áridas y pedregosas, distinguiste pisadas de un pasado, para muchos invisible. Y recordaste que, en el desierto, pocas son las nubes que traen lluvia, o que tapan la luz del sol.

Pero, una vez, en el camino cercano a tu ciudad tan querida, se levantó mucho polvo que traía gritos y armas alzadas, y camionetas que, rápidas, se aproximaban.

Llegaron así los encapuchados, vestidos de negro, con sus caras tatuadas de odio, y sin ninguna mueca de duda o compasión. Ellos se creían superiores, instrumentos de una verdad absoluta, que se alimenta con sangre y sufrimiento, y con la destrucción de lo que llamaban idolatrías. Su Dios no tolera las imágenes. Entonces, templos, estatuas, esas formas en piedra que rozaban algo divino y que tanto querías, las hicieron explotar con dinamita.

Te capturaron y enjaularon. Para ellos eras solo un perro que había que castigar por tus simpatías con Occidente, por proteger a los dioses y los templos de lo que para ellos era solo un idolátrico sueño pagano.

Escuchaste muchos ruidos, estallidos. Te torturaron e interrogaron. Querían saber algo para demoler otros ídolos, como los llamaban. Nada dijiste. A pesar de todo, recordabas todavía, sin poder evitarlo, la poesía y los dioses de otro tiempo, y un mundo capaz de emocionarse con el cielo, las nubes, las estrellas, el viento. Quizá eso sentiste en la última noche, encerrado entre inmundicia y frío. Habrás extrañado a todos tus hijos, a todos con los que compartiste el amor por los mitos y los templos; habrás extrañado a los dioses, y a una diosa, y a tu querida Zenobia cuando contemplaba la ciudad de estatuas, jardines y columnas.

Esa última noche termina con un rayo de luz.

De a poco, el alba ilumina la mañana, la soledad.

Con rabia, te sacan de la celda. Te llevan a una plaza. Por un instante, piensas, una vez más, en Zenobia y Palmira. Quisieras ver a tus hijos y, con gran tristeza, te das cuenta de que los templos que tanto te apasionan ya no están.

El sol y el viento te acarician; otra langosta se posa sobre una piedra; y una diosa se te acerca, mientras algo filoso separa tu cabeza de tu cuerpo. Pero, la diosa te dice que, a pesar de todo, tu ciudad renacerá, piedra sobre piedra, libre del cuchillo del fanatismo, libre de la barbarie que quiso destruir la belleza antigua y el atardecer.


(*) Khaled Assad (1933-2015), arqueólogo y antropólogo sirio que, durante cuatro décadas, se consagró a preservar la ciudad antigua de Palmira, a tres kilómetros de Tudmur o Tadmur, la Palmira moderna, en el desierto de Siria. Tras la invasión de la vieja Palmira por los yihadistas de Isis, durante la imposición de su asesino califato, lo tomaron prisionero. La causa de su muerte habría sido su resistencia a entregar información bajo tortura sobre otros yacimientos arqueológicos. Después de un mes, y a sus 82 años, lo decapitaron. Aquí te recordamos, Khaled.

(1) Las Memorias de Adriano de Margarite Yourcenar.

(2) Esta estatua de mil 800 años de una mujer con suntuosos atuendos y joyas, así como otros  cientos de piezas dañados por el EstadoIslámico, están siendo actualmente restaurados en el Museo Nacional de Damasco.


Photo by: Manel Gallego ©

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