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esteban ierardo
Photo by: Ben Seidelman ©

El árbol

El árbol abre sus ramas en las calles. O en el parque. O, en bosques y selvas, sus raíces calan la tierra.

Las motosierras de los taladores rugen. Para tomar lo que quieren no piden permiso ni agradecen. El filo de sus sierras masacra los troncos; su verticalidad se desploma en una muerte plana, horizontal. Luego, el traslado, los cortes. El árbol mutilado será mueble, puerta, papel, lápiz. Pero el árbol, que sobrevive, conserva su poder: darnos oxigeno, reducir el dióxido de carbono, proteger los suelos de la erosión, cuidar los ecosistemas del mal tiempo.

Y del cielo baja un amigo del árbol, mientras los taladores arremeten, de nuevo, contra los bosques y selvas. Los árboles sobrevivientes se abrazan. Son comunidad. Una hermandad. Una fraternidad con sus rituales: recibir la luz para la fotosíntesis y la savia; las raíces que absorben agua con minerales; los troncos que se dan su azúcar y celulosa; y las hojas que, con sus aberturas o estomas, liberan agua y oxígeno.

La corteza aloja insectos. Los frutos alimentan a los frugívoros: monos, orangutanes, tucanes, murciélagos. El árbol es fábrica de su alimento y el de otros; y es techo para los animales. Magia ritual de los árboles. Más de cien mil especies, con 3 billones de miembros están afiliadas a la Hermandad.

Desde que el humano pisa la tierra, la Hermandad se redujo a casi la mitad. Genocidio vegetal.

Y el amigo del árbol está a punto de posarse sobre su copa.

El gran árbol sabe cuán viejo es por el crecimiento de sus anillos. Esto lo dice la dendrocronología, que descubrió Leonardo por su estudio amoroso del mundo natural

Los más desarrollados miembros de la Hermandad trepan al cielo: Hyperion, el titán de la mitología griega, es también el nombre de una Sequoia sempervirens, el árbol más alto del planeta, con 115 metros, en el Parque Nacional Rededor, al norte de San Francisco, en California.

En California también, en Montañas Blancas, el árbol Pino longevo nació en el 3050 a.c.. Más de cinco mil años. El árbol que ya regalaba oxígeno desde antes de las pirámides egipcias, de la Grecia clásica o de la Roma imperial.

Los miembros de la Hermandad no se empecinan en parecerse. De hecho, algunos se diferencian. Forzados a la adaptación, en terrenos pantanosos las raíces de algunos penden en el aire para buscar agua. Los mangles en los manglares.

Y la rareza de los tallos, su frondosidad, abundancia, antigüedad, altura y variedad, fascinó a la mente antigua. El Génesis sitúa en el Edén dos árboles simbólicos: el del conocimiento del Bien y el Mal, y el de la Vida.

El árbol como axis mundi, centro del mundo. Como el Yggdrasil, el fresno de la mitología germánica. Árboles sagrados, la higuera, bajo cuyas ramas Buda meditó y descubrió el nirvana; árboles paganos aborrecidos por los cristianos, como el Irminsul, árbol de los sajones que el emperador medieval Carlomagno ordenó destruir durante su campaña en tierras alemanas para imponer la Cruz en lugar de Thor, dios del trueno; árboles consagrados a los dioses por los griegos antiguos; árboles en el centro del mundo hacia los que, en vuelo místico, los chamanes iban para reunirse con su Padre Águila.

O los ents, “pastores de árboles”, árboles que se mueven en la Tierra Media de Tolkien, amante del árbol como hermano vivo; y que hacen recordar relatos folklóricos celtas, y al bosque que parece moverse en Macbeth.

En la fuente de la vida hay un árbol.

En su porte digno hay sabiduría. Las palabras mienten, engañan, urden falacias. El árbol no. Es real, es verdad. Es.

Y el amigo del árbol se posa en su copa.

Cada miembro de la Hermandad siente a sus árboles hermanos, los que gritan en silencio, mientras caen bajo el talado de los bosques y selvas.

Y el árbol ve el paso de las estaciones. Siente la cercanía de ciervos y tigres, los juegos de ardillas y castores.

En el invierno, la nieve hace de los árboles guardianes de la hibernación de los osos, y de un reino helado y magnético; en la primavera, el árbol anuncia la resurrección en la naturaleza; en el verano, dialoga con el sol que toca sin ser tocado; y en el tiempo otoñal, el bosque habla a través de hojas rojas y amarillas.

Y el árbol percibe las nubes, las estrellas. Saluda la lluvia; crece hacia el cielo y lo húmedo del suelo; ensancha su tronco; reposa en sí mismo. Y recibe el viento en las tormentas y en los días apacibles; el viento que lleva las semillas a otras partes; y escucha los arroyos, los ríos, y las hojas sanas que se mueven, y que se mezclan con las otras, las que caen en el otoño.

Y ahora el pájaro sobre la copa recibe también la lluvia. Abre sus alas en otro amanecer. Y las gotas susurran, algo, un mensaje, al árbol quieto, pensativo.


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