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rockefeller center tree
Photo by: Flavia Romani

El árbol de Rockefeller

Anoche escribí hasta las diez en el café de la esquina y después de haber trabajado en la estructura de un cuento de mi próximo libro y bebido un par de cervezas “Kelso” durante el proceso (no sé en cuantos lugares puedes beber lo que quieras mientras trabajas), salí a la calle para tomar el subway con destino a la 51st con la curiosidad de experimentar en vivo, con mis propios ojos, eso que tantas veces vi en las viejas películas: un gigantesco árbol iluminado junto a una pequeña pista de patinaje así como una delicada cajita musical navideña. Salí del túnel en Lexington Ave., y me dirigí por la 51st., hacia el oeste, y en la esquina de Park Ave., me detuve a observar el imponente edificio Metlife (Ex Pan Am) donde en 1977 se volcó un helicóptero, y que junto a la Grand Central, cortan la extensa avenida en dos. Seguí caminando dos cuadras más orientado por la música de los juegos de luces de “Saks Fifth Avenue” en la Quinta Avenida. Pasé por la neogótica Catedral de San Patrick donde en uno de sus recovecos dos mujeres tenían una riña pasional (lo digo por la pasión con que se agredían), hasta que llegué al Rockefeller Plaza. El lugar estaba lleno, pero logré deslizare entre la gente hasta alcanzar un buen lugar. Me quedé unos minutos observando su gran altura de casi setenta y dos pies (22 metros), las miles y miles de luces led que son tantas y tan variadas en sus colores que juntas encaramadas en el árbol, parecen una amalgama de colores indefinidos. En su punta, la solitaria estrella de diamantes Sawarovsky, una estrella que rodeada de edificios art déco, como el General Electric y colosos como el Comcast Building, me pareció la luz de un solitario faro.

Me sentí extraño.

A los pocos minutos sucedió algo que no estaba en las expectativas de este viaje. De pronto, mi atención ya no estaba en el árbol. De pronto estaba en las personas que lo rodeaban. Por más que trataba de concentrarme en sus brillantes luces, en su estrella, por más que trataba de recordar viejas películas que tuvieran este escenario de fondo, me desvié para observar las miradas inquietas de unos niños en la vitrina de LEGO. Volví la mirada hacia el árbol, pero entonces me inquietó la mirada de una hermosa joven frente a la joyería Tiffany’s, y su novio que indiferente sacaba fotos a su alrededor. Familias de distintas razas y sonrisas posando para las fotos, a veces serios y otras haciendo graciosas muecas, parejas que se besan y acarician mientras se hablan al oído. Entonces me suelto de la baranda para dejarme llevar entre la gente, sumergirme en ese tremendo tumulto sintiendo voces desconocidas que se cruzan y rozan con sus aromas, instintos, camino entre miradas casuales que luego se sorprenden al verse en medio de su propia navidad cinematográfica, voces de distintos idiomas y dialectos que no necesito entender porque sus miradas lo dicen todo, porque la alegría es única, porque este destino es donde confluyen diferentes tierras y mares, un lugar cosmopolita, la Alejandría de Magno, la Roma de Adriano, el complejo comercial del millonario petrolero John Davison Rockefeller, uno de los seis mega empresarios fundadores de esta ciudad junto a John Pierpont Morgan (banca) Andrew Carnegie (Acero), William Henry Vanderbilt (Ferrocarriles), John Jacob Astor (Inmobiliarias) y Henry Clay Frick (Carbón). Una ridícula sonrisa aparece en mi rostro que se refleja en una vitrina, siento el deseo de conversar con alguien, pero camino hacia la pequeña pista de patinaje, donde muchas personas dan vueltas bajo la mirada de Prometeo, donde una pareja hace ridículas contorsiones para mantenerse, tan solo algunos segundos, en pie mientras ríen a borbotones y mientras los que observábamos nos contagiamos con sus risas y gritamos para darles ánimo. Unos niños dan ágiles vueltas que hacen volar sus bufandas, y miran de reojo a sus padres con orgullo, para luego alcanzar sus brazos protectores. La belleza de este árbol donado por una pareja boricua, está en lo que congrega, en lo que es capaz de cambiar a su alrededor con sus luces, en una ciudad siempre cansada, siempre agitada por alcanzar el éxito. Porque a veces olvido que los objetos son solo objetos, que lo esencial es invisible a los ojos, lo importante son las personas que están a su alrededor. Las risas de este lugar me dan un nuevo respiro, y sigo caminando por la quinta avenida, hacia el Uptown para seguir sorprendiéndome en las calles de un Manhattan navideño.


Photo by: Flavia Romani ©

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