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gabrile martinez Bucio
Photo Credits: Rüdiger Stehn ©

El año pasado en Cannes

“La Costa Azul, ese lugar soleado para gente sombría”.

Somerset Maugham

El codazo de mi hermano, entre el segundo y tercer botón de mi esmoquin, me despertó. Estabas respirando muy fuerte, susurró tratando de contener la risa entre sus manos, si no te pego ibas a roncar. Pinshi película aburrida, contesté y sonreímos. Hay que salirnos, nos matan los organizadores, ya estamos aquí, hay que aguantar. En la pantalla, la siempre afligida Kristen Stewart enviaba mensajes con su móvil a un fantasma o a alguien que fingía ser un fantasma o algo por el estilo. ¿De dónde sacó el celular el fantasma si es bien sabido que no hay pakis en el Cielo? Mucho menos una Apple. Ya, cállate que voy a soltar la risa.

Cuando los créditos aparecieron (alabado sea Dios), los franceses aplaudieron, los periodistas cronometraron el tiempo en que los franceses aplaudieron, y mi hermano y yo, aliviados, buscamos la salida más próxima del Grand Palais que, en realidad, no es un verdadero palacio sino un centro de convenciones, bonito, pero como casi todo en la Costa Azul, ostenta un nombre desproporcionado.

Al intentar salir por la puerta lateral, donde rezaba Sortie, un par de militares con pastores alemanes nos indicaron que no era posible, que esa no era la salida y que n’est pas possible. Apenas unos meses atrás habían sucedido los ataques terroristas en París. La presencia militar, más allá de enrarecer el ambiente festivo, me producía una inseguridad inusual: siempre que los veo siento que, por alguna razón, estoy haciendo algo ilegal y mi mente teje una historia en donde termino esposado y condenado a trabajos forzados por haber cruzado mal una calle. Decidimos no cuestionarles el significado del letrero que colgaba sobre sus cabezas y mejor buscamos la permitida y secreta salida.

Habíamos ido a Cannes para presentar Las razones del mundo,[1] un cortometraje que dirigió mi hermano sobre una pareja de secuestradores donde la mujer, embarazada, comienza a tejer una relación con el niño secuestrado. No ganamos nada. Puras palma-das en el hombro. Pero al ser los únicos mexicanos en competencia oficial ese año, los periodistas de nuestro país aprovecharon las dificultades que implica un océano Atlántico para corroborar las noticias falsas y titularon sus artículos con encabezados pantagruélicos: “Ovacionan corto mexicano en Cannes”, “Cuatro minutos de aplausos para el trabajo de los chilangos en Francia” (los mexicanos siempre aprendiendo del periodismo francés), etcétera. Cuando volvimos, nosotros preferimos el prudente silencio que tiende a acrecentar el mito y entonces soltábamos a diestra y siniestra los no sé, no me enteré de esa nota.

Finalmente, logramos salir por una nueva Sortie hacia el bulevar de la Croisette, donde nos esperaba Odei, nuestro fotógrafo vasco. Estaba rodeado de mujeres de 22 años. Al acercamos, nos dimos cuenta que tenían 122. En mi defensa debo decir que me había quitado los lentes para dormitar en la sala de cine y, sin ellos, el mundo se me vuelve impresionista. Eran las mismas mujeres que, vestidas de gala desde las siete de la mañana, acechaban afuera del palacio en busca de boletos para la función estelar de las ocho de la noche. Sostenían un letrerito que decía tickets please y se quedaban quietecitas, de pie, elegantes y pasivas, con las rodillas al revés como viejos flamencos o como cigüeñas más interesadas en entrar al cine que en repartir bebés por el mundo y ahora un montón de niños nacerán lejos de sus madres. Pero la función se aproximaba y aumentaba su desesperación. ¿De verdad les gustará tanto el cine para formarse por más de diez horas? En mi caso, si hay que hacer fila más allá de quince minutos para una función es mejor dejar las cosas para mañana e irse a los tacos. Quizás su pertinencia se debía a que en Cannes no hay tacos.

Nos detuvimos a una distancia moderada para contemplar la agonía de Odei que trataba de explicarles que no tenía boletos en un mal francés, un mal inglés y un euskerazo que, seguramente nadie entendió, pero dio por finalizada la plegaria de la marabunta.

Las mujeres, decepcionadas, se alejaron entre murmullos. Sombrías, andaban sin rumbo por el malecón hasta que la brisa de la costa vespertina les perturbó el ánimo. Después sus vestidos. Se detuvieron en seco. Y el oleaje textil comenzó a ceder ante la imprudencia del viento. Se agitaba con más fuerza. Algunas intentaban doblar las rodillas para defenderse de aquel céfiro que se les metía por la falda y, antes de que pudieran llegar a un nuevo mártir en busca de entradas, un ventarrón se encargó de zarandear las telas de colores de un lado a otro y levantarlas al vuelo. De pronto, aquel conjunto de elegantes mujeres se convirtió en una enorme parvada de abubillas y quetzales. El verde, el rojo, el amarillo y el negro ofrecían un vivaz destello, un aleteo multicolor que se estiraba y se ceñía como brochazos expresionistas. De su interior brotaban figuras amorfas que se abrían y cerraban y revoloteaban sobre sí mismas. Sin embargo, las manos, veloces, para desilusión de los espectadores, domesticaron el vuelo de las aves para convertirlas de nueva cuenta en castos vestidos de fábrica y rostros avergonzados. El escándalo, escribe Céline en alguna parte, es lo que más temen las francesas.

— Cabrón, ya sé hablar francés —fue lo que me dijo Odei a modo de saludo.

— ¿Cómo sabes? —le pregunté.

— Porque en la mañana pedí solito mi desayuno sin ningún pedo.

— ¿Qué pediste?

— Café y un pan con chocolate.

— No mames, se dice igualito en español —todos sonreímos, estábamos contentos de vernos en tierras lejanas.

– Y ¿cómo les fue? —preguntó Odei— ¿está buena la peli de Assayas?

Cuando me disponía a contarle que me había quedado dormido en la función, por los altoparlantes sonó “Champs Elysées”, la canción de Joe Dassin, y una nueva parvada, pero ahora de fotógrafos, se abalanzó, con sus graznidos y cámaras y empujones, a un costado de la alfombra roja. Los cañones de luces iluminaron el anochecer. El ciclo reiniciaba con la proyección de una nueva cinta, la función estelar. De numerosas limusinas descendieron, uno tras otro, hombres altos, refinados, con peinados perfectos, mujeres imposibles vestidas de largo que sonreían al griterío del público —que contemplaba con ojos penetrantes el mundo luminoso desde el otro lado de la avenida— y, después, tardaban media hora en recorrer los veinte metros de la alfombra roja hasta la entrada del Grand Palais. La razón de su demora eran los cuervos que imploraban una fotografía que luego venderían a las revistas de moda. ¡Pedro! ¡Blake! ¡Charlize! ¡Marion! ¡Gael!

Si uno paseaba la mirada por ese romántico desfile de telas de colores brillantes, espaldas descubiertas y delicados esmóquines, por momentos, veía que se asemejaba a un baile pintado por Sonia Delaunay. Si se clavaba la mirada en dos o tres mujeres, adquirían las tonalidades y el contorno de las bailarinas de Degas. Sin embargo, había algo desmesurado que flotaba en el ambiente. Algo teatral que enrarecía la escena y, de contragolpe, la convertía en un acto circense, en un bestiario. Los bramidos de los fotógrafos quebraban la melodía de Dassin y aquello se transformaba en un clamor que se reflejaba en las sonrisas estresadas y las miradas desorbitadas de las actrices que, no obstante, seguían posando.

– Qué locura —sentenció Odei, que ya había estado en los festivales de Venecia y Toronto.

– ¿Por qué tanta foto? Ni que fuera el desfile de las Impresiones de África —respondí—, ahí sí tendría sentido que tomaran todas las imágenes posibles.

– O si fuera el elenco de Freaks, de Browning —agregó mi hermano.

– Déjense de mamadas intelectuales —contestó Odei, que ya había mexicanizado su euskera, aunque no tanto su humor—; en primera, sería políticamente incorrecto que le sacaran fotos a esas personas en pleno siglo XXI. Y, en segunda, esas imágenes las piden las marcas que patrocinan el festival.

– O sea que para que exista el festival tiene que existir el circo del festival —intenté reprochar con una ironía bastante desinflada.

– Ya deja de leer a Wilde y el arte por el arte. La realidad es bastante distinta —finalizó Odei y decidimos (decidió) buscar un café donde podríamos conseguir algo barato para cenar.

Al alejarnos un poco, miré hacia atrás por última vez. Las personas, contradiciendo a Zenón de Elea, llegaban al final del enloquecido pasillo de la fama. Pensé que una vez alcanzada la meta se sentirían aliviadas. Nada más lejos de la realidad. Estaban inmersos en la alfombra roja y la alfombra roja en ellos. Los directores, productores, actrices, actores, incluso unas afortunadas cigüeñas, se detenían un momento ante el umbral de la entrada del falso palacio, sepultaban sus manos dentro de sus bolsos o bolsillos del pantalón, sacaban el móvil y agregaban un retrato extra: una selfie. Los protagonistas de la noche registraban que ellos eran los protagonistas de la noche.

Y todo para capturar el momento de una persona que va a entrar a una sala de cine para ver una película.


[1] Me metí en camisa de once varas al criticar el nombre del palacio y después informarles que nuestro cortometraje se llamaba Las razones del mundo. Pero, ¿qué se le va a hacer? A final de cuentas, el desliz del cronista no es comparable con la tendencia francesa a la glorificación arquitectónica.


Photo Credits: Rüdiger Stehn ©

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