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paola maita
Photo by: nik gaffney ©

El año animal

Hace unos días, cuando escuché que Blickling Hall, la casa que alguna vez les perteneció a los Bolena, estaba siendo devorada por polillas, creí que el mundo se había quedado sin noticias. ¿Cuánto podría interesarme que unos insectos se estén cenando tapices en una casa que ni siquiera conozco en Reino Unido, mientras seguimos en espera de una vacuna para el COVID-19?

El cuidador de la casa decía que empezaban a notarse los efectos de un año de cierre. Tanto la oscuridad como la inactividad han convertido todos los tejidos en un comedor soñado para las polillas. A pesar de mi intento de barrer rápidamente esta imagen mental, algo en la idea se quedó dando vueltas en mi cerebro.

Hace un año que Blickling Hall está cerrado. Hace un año que yo hice mi último viaje pre-pandemia, o que fui a mi oficina por última vez. Es el mismo tiempo que lleva la vida siendo este extraño baile de restricciones que suben y bajan como las mareas.

Mientras las polillas hacen fiesta en una casa a cientos de kilómetros, dentro de mí otros insectos devoran partes que clausuré hace tiempo, zonas donde no entra la luz y, cuando las reabro, descubro que ya son hilos de lo que fueron alguna vez.

Un año de movilidad limitada ha hecho que me replantee ciertas cosas, como si realmente estoy tan segura de no querer hijos, cultivar una vida más espiritual o la relación con mi cuerpo. Me he cuestionado cosas que tenía planteadas como verdades absolutas, tejidos fuertes de mi vida interior que ahora muestran las huellas de esas dudas-polillas que los habitan.

En algún momento pensé que, el primer año que viví como extranjera, sería la máxima referencia de una gran cantidad de cambios internos que me podían ocurrir en un corto período de tiempo. Sin embargo, este tiempo de encierro pandémico ha podido superar todas las referencias anteriores. Fue un año en el que me ha tocado postergar planes, ponerme en duda, echar luz a cosas que no quería ver y guardar otras que tenía muy vistas. Ahora me siento como mi propio Blicking Hall.

 


Hace poco, soñé que veía a una esclava africana caminando por la calle y que se detenía frente a mí para parir una guacamaya (papagayo) albina. Quisiera decir que me estoy inventando estas imágenes, pero la verdad es que mi inconsciente es mucho más poderoso que mi imaginación. Al despertarme en la mañana, se lo comenté a S. y a J. Intuía que podía estar relacionado con que la noche anterior habíamos estado conversando de esclavitud, animales exóticos y racismo endógeno. Aunque podría ser evidente que esa imagen fue un collage de los temas que habíamos estado conversando la noche anterior, algo en mí siguió pensando en ella.

L., mi terapeuta, siempre me dice que los elementos de un sueño son representaciones de diferentes partes de nosotros mismos. Como persona a la que le tocó estudiar los conceptos básicos del Psicoanálisis, no me es nada extraña la idea. Como persona que sueña, me parece alucinante que pueda ser una esclava y una guacamaya albina al mismo tiempo. ¿Cómo es posible que siendo prisionera de mis propias ideas y creencias haya parido un animal imposible?

En estos momentos, en mi imaginación acechan animales que devoran y otros que son paridos de una manera irreal. No creo que sea una casualidad. Creo que es producto de un año en el que me he parido y devorado múltiples veces, donde me he ido a lugares de luz y oscuridad sin detenerme. La pandemia ha sido el año más animal de mi vida.


Photo by: nik gaffney ©

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