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monica maud
Photo Credits: a.pasquier ©

El abuelo

Estaba sentada frente a él. Sus ojos miraban el vacío, mientras en la calle la gente corría, entraba y salía de los bancos, cruzaba en medio de los autos, que tampoco esperaban transeúntes y el silbato del agente sonaba y sonaba.

Mi padre miraba el vacío con una leve sonrisa en los labios.

Acabábamos de estar en la escribanía, habíamos firmado unos papeles, donde se establecía el destino de la casa familiar. De su casa, donde él había construido su vida, casa que había sido testigo de tantas alegría y de tan hondos dolores; hogar que lo había acogido luego, cuando intentó deshacerse del sufrimiento por la muerte de mi madre.

Supongo que su corazón anciano estaría sensible esa mañana, y que por eso, solo miraba el vacío. Sin embargo, aún sin desatascar sus ojos, comenzó a hablar, como lo estaba haciendo durante estos tres últimos años, cada vez que estábamos juntos y solos, frente a frente, sin juicios ni ruidos. Tantas fueron esta vez sus palabras, y tan profundo mi silencio, que hoy necesito escribirlas para que no se esfumen en mi memoria. Sé que algunas de estas palabras rozarán trozos de mi sangre.

Aquel 26 de septiembre de 2013, mi padre me contó que Alberto, un primo suyo fallecido pocos días atrás, y a quien no dejaba de nombrar, creo que porque podía verse en esa muerte, decía, Alberto tuvo muchos hermanos, entre los cuales fue Salvador el que sufrió la malaventura de no poder concebir un hijo. Así supe que tuvo que adoptar a un niño, que hoy es médico y de los buenos. Por eso-pensé- no tiene parecido con sus padres.

Relató mi padre aquella mañana en la cual estaba por visitar a la esposa de Alberto, Maga, por un trabajo de construcción en su vivienda, situación ésta que le sirvió para confesar que Maga había sido muy amiga de su cuñado, Alberto, y que en su honor había preparado y enviado a sus deudos algunos manjares árabes. Pero, señaló, mientras sonreía y no dejaba de mirar vaya a saber adónde: “Como los niños envueltos de mi mamá, no, por supuesto”

Este simple comentario lo condujo a recordar una costumbre de su padre, mi abuelo. Entonces comprendí por qué la abuela Mecha sabía preparar la comida árabe con tanta destreza y por qué solía poner tanto amor en ello. Yo había creído que era el abuelo quien le había enseñado y casi exigido que la cocinara, algo así como sospechar del autoritarismo oriental. Sin embargo, cuando mi padre habló con esa voz contagiosamente calmada, caí en la cuenta de semejante error, mientras el cariño hacia el abuelo José se volvió inconmensurable, como mi vergüenza.

No imagino al abuelo joven; lo conocí viejo y enfermo.

Siendo joven- describe mi padre- el abuelo acostumbraba viajar hacia el interior de la provincia en busca del alimento para su familia, y como no tenía aún vivienda propia, alquilaba piezas o casitas pequeñas; era pobre. Según mi padre, que es el segundo hermano de cinco, la familia se debió de mudar más de cuatro o cinco veces antes de establecerse definitivamente adonde todavía está la casa del abuelo.

El abuelo y la abuela luchaban a la par, ambos jóvenes y amantes.

El abuelo insistía en ubicar dentro de esta ciudad -que en los años 1930 era pequeña- los sitios donde vivían sus paisanos, es decir, otros jefes de familias de su mismo origen.

Ante mi sorpresa, dijo mi padre: “Un momento…- hurgando en su mente- Mi papá alquilaba siempre, ¡siempre! la casa vecina de algún paisano, bien pegadita – aclaró-; y cada vez que salía de viaje, le encomendaba a éste el cuidado de su mujer e hijos; así es como la abuela vivió por años metiendo la nariz en la cocina de las mujeres árabes”.

El abuelo caminaba hasta las casas de sus coterráneos y conversaba con ellos, uno a uno…Una vez que entendía que eran de confiar, regresaba y, después de dar algunas instrucciones a la abuela, recorría el campo con la seguridad de que tanto ella, como sus niños se encontrarían bien.

Así es como la abuela Mercedes bebió las tradiciones culinarias de su esposo y así nos las transmitió y así prácticamente renunció a las suyas por amor al abuelo José.

Creo que es ella quien me saluda cada mañana.

Hace pocos días, desperté llorando: era el abuelo que gritaba; recordé a mi padre. Me levanté de la cama, casi corriendo y lo llamé. Estaba bien y parecía contento: en estos años mi padre derrama energías por la mañana…


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