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Photo CC by Flickr user Art Siegel

El 19 a las 18:05

MADRID: Eran las seis menos diez, salía de clase y me dirigía calle abajo a coger el autobús para volver a casa. Iba a paso ligero, “mientras más rápido pilles el bus, antes llegarás a casa” me decía a mi misma. En una típica tarde otoñal en la que, dado el tiempo de esta semana, no sabes si te va a caer una tromba de agua encima o si te llevará volando un viento huracanado. Yo, en línea recta, con mi objetivo puesto en aquella parada de autobús unas cuantas cuadras más adelante, desviándome apenas centímetros de mi camino por un grupo de adolescentes que salían del colegio de la zona. Llego a la calle en la que está mi parada. Con el semáforo en rojo espero, cruzando los dedos para que mi autobús no pase y que me toque esperar. Tengo suerte esta vez. Cruzo y la cola en la parada es eterna. Ya son las 18:00. En la parada varias líneas más, pero dada la hora estoy segura de que todos esperamos el 19. Tenía razón, todos los otros autobuses pasaron y nadie se subió a ellos. Por fin llega el nuestro, son las 18:05 y todavía tiene espacio. Soy la última en subir y por aquel entonces todavía ignoraba la total aventura en la que me estaba embarcando.

El primer tramo del viaje, entre la parada en la que me subí y la siguiente, fue relativamente normal -teniendo en cuenta que era una distancia bastante corta y había atasco-, aunque el frenazo ante la siguiente parada debió habernos escarmentado de lo que nos faltaba por vivir. Allí había todavía más gente que en la anterior. Dentro estaban todos los asientos ocupados y la mitad de atrás llena de gente de pie (cosa rara teniendo en cuenta que normalmente se forma una barrera imposible de traspasar a la altura de las últimas barras antes de la puerta de salida). Los que estábamos más adelante nos movimos –en cuanto salimos del shock post meneo de la frenada- dejando sitio para que cupiesen los nuevos pasajeros. Desde ese momento en adelante la intensidad de frenado fue en aumento y el tiempo de reacción (el nuestro) cada vez menor.

En la siguiente parada no cabía nadie más y no bajaba nadie, pero las puertas de entrada se abrieron y se oyó a una voz gritar –repetidas veces- “por favor, pasen para atrás”. Aunque es de agradecer que nos pidiese por favor -dado como nos llevaba ahí dentro-, era imposible ir más hacia atrás. Subieron unas cinco personas más y a las demás les cerró la puerta en la cara con un “ya no sube nadie”. En las siguientes paradas nadie bajó y nadie subió, así que ahí íbamos, todos, sin posibilidad alguna de respetar el espacio vital de nadie. El tráfico era cada vez más fluido, pero los semáforos estaban en nuestra contra. Ya no dábamos pequeños tumbos con cada parada del tráfico, aquello se convirtió en una verdadera batidora.

Los pasajeros de aquel autobús se podían dividir en cuatro grupos. Aquellos a los cuales probablemente no les afectaba nada de esto y que lo verían todo desde sus asientos pegados a las ventanas. Algunos afortunados (yo entre ellos) podíamos sujetarnos a las barras y mantenernos en cierto equilibrio cuando la luz del semáforo cambiaba a rojo. Pero no todos tenían esa suerte, a otros les tocaba agarrarse al más cercano para intentar no caer sobre los demás y generar un efecto dominó que solo podía acabar con alguien estrellado contra un cristal. El último grupo y, en este caso, el peor parado era el de las personas que habían podido sentarse pero del lado del pasillo. Las cabezas de estos últimos quedaban a la altura de los codos y mochilas de todos los que estábamos de pie (no hace falta que cuente lo que pasaba cada vez que paraba el autobús).

Lo peor llegó en la entrada a la rotonda de la Puerta de Alcalá. Lamentablemente (aunque parezca mentira) nos tocó en verde el semáforo que hay justo antes de entrar, por lo que no había habido necesidad de despegar el pie del pedal del acelerador y al coger la curva de entrada y –muy poco después- la de salida nos vimos disparados de un lado al otro del autobús en cuestión de segundos. En este momento se empezaron a escuchar los “ohh”, “ala”, “joder”, “no pagamos el billete para que nos lleven así”, “poned más autobuses”, y yo a estas alturas pensaba que era de agradecer que hubiera tantas personas dentro para amortiguar. A partir de ahí empezó a bajar gente, aunque los dejaba a varios metros de la parada para no dejar subir a nadie más y les cerraba la puerta antes de que terminaran de salir (incluso una desafortunada viajera se vio atrapada entre las dos puertas).

Por fin llegamos a mi parada. Bajé de allí con el típico mareo que me dejan las montañas rusas en los parques de atracciones, cosa que aborrezco. Aunque tengo que reconocer que esto no llegaba a aquel nivel, era más bien como aquellas atracciones de feria temporal que cuando las ves por el día piensas “esto se cae en cualquier momento” y en las que solo suben personas que llevan ya unas cuantas copas de más a altas horas de la noche. Todo esto pasó en el transcurso de unos quince minutos, aunque a mi se me hizo eterno.

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