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esteban ierardo
Photo by: Adrian Lasso ©

Edimburgo, la Atenas del Norte

En Edimburgo los vientos recorren los edificios antiguos y modernos, traen aromas de las Highlands, y del mar del Norte.

Al llegar a una nueva ciudad la imaginación romántica juega siempre con descubrir lo sorprendente, o caminar por calles que unan tiempos distintos. La capital escocesa, como Roma, Atenas o Siracusa, invita a ese caminar entre la historia mezclada con lo cotidiano; pero también hace sentir al viajero cerca de una naturaleza bella, áspera, íntima.

Descubramos entonces la singular capital escocesa…

Edimburgo: atmósfera en la que se respira la historia y lo presente. Eso es lo primero que experimentamos ni bien bajamos del micro que nos depositó en Waverley, gran estación central, luego de llegar al aeropuerto en las afueras. Ya antes de bajar, asoma una presencia magnética: el castillo de Edimburgo, que se yergue sobre una alta roca de origen volcánico, resto de remotas efusiones de fuego y lava.

El volcán se extinguió hace 700 millones de años. Hoy es la colina de Castle rock. Su altura la convirtió en obligado lugar defensivo. Edimburgo, con indicios de su existencia ya en el siglo I d.c., fue declarada capital de Escocia en 1437. En el siglo XII, el castillo fue construido en homenaje a la reina Margarita, esposa de Malcom III, rey de Escocia, reina que atendía a huérfanos y pobres, por lo que fue canonizada y llamada Santa Margarita. Su capilla es la parte más antigua del castillo protegido por acantilados, y al que solo se accede por la calle Castlehill. Es la atracción más visitada de Escocia.

Al caminar por las calles edimburguesas siempre volvíamos a la contemplación de esa silueta de leyenda: el castillo que fue residencia real, sometido varias veces a sitio. Esa fortaleza que fue prisión, guarnición del ejército, y donde se alojan las joyas del tesoro real escocés; y la Piedra de Scone, usada en las coronaciones de los reyes; fortaleza que alberga al Mons Meg, un mítico cañón del siglo XV, y otro cañón, el One O’Clock, arma de la Segunda Guerra Mundial que cada mediodía repite el disparo que en otros tiempos era la señal para ajustar relojes. El castillo de las mazmorras en las que desgraciados prisioneros murieron de hambre y olvido; lugar de la célebre Black Dinner, la “Cena del toro negro”, en 1440, cuando el rey Jacobo II de Escocia decidió ponerle fin a la ambición de los hermanos del Clan Douglas; en aquella cena se sirvió la cabeza de un toro negro, símbolo de la muerte, y luego las cabezas de los hermanos, decapitados, rodaron por orden real.

Y en la edificación medieval también se alojan las estatuas de Robert de Bruce y William Wallace; el primero, el rey que aseguró la independencia de Escocia frente a los ingleses, en 1314, luego de la rebelión de Wallace ante el monarca de Inglaterra Eduardo I. Ecos de la Escocia medieval con sus castillos, clanes y recuerdos de la cultura celta y su lengua gaélica.

Desde lo alto de Castle Rock, desde la explanada del castillo, impresiona la vista, no muy lejos, del estuario de Forth que desemboca en el mar del Norte, y que cobija en sus orillas al distrito portuario de Leith. Y al pie de la colina, la ciudad testimonia la contigüidad de lo antiguo y lo moderno: hacia el norte la parte moderna, y hacia el sur Old Town, la Ciudad Vieja.

La Ciudad Vieja, Patrimonio de la Humanidad, recorrida por la Royal Mile, arteria histórica principal que une el castillo de Edimburgo con el Palacio de Holyrood; y, no muy lejos, la Abadía de Holyrood que sobrevive con sus ruinas encantadas propias de un cuento gótico.

En la Royal Mile emerge toda la singularidad escocesa: los gaiteros; las iglesias góticas, como la de San Giles; los edificios de la época de la Reforma en el siglo XVI, y la casa de John Knox, creador de la reforma escocesa presbiteriana; las estatuas de David Hume, fundador de la filosofía empirista junto con el inglés John Locke; de Adam Smith, moralista y teórico del liberalismo económico; o la Royal Mile en la noche, en la que irrumpen, a veces, perros siberianos y algún buhonero, un resto de un arte cortesano y medieval, que enseñó a Laura, mi esposa y coviajera, a sostener en su brazo uno de los fascinantes pájaros de la noche.

Pero los gaiteros con su típica falda escocesa o kilt, hipnotizan también con su música solemne, melancólica y épica. El turista puede verlos solo como una figura pintoresca. Pero los gaiteros que en las esquinas tocan por unas monedas encarnan la identidad musical escocesa. En su arte resuenan los días de los clanes de las Highlands en lucha con los ingleses; o los regimientos escoceses ya integrados en el ejército británico, luego del Acta de Unión en 1707 que, bajo el gobierno de la reina Ana Estuardo, asoció a Inglaterra y Escocia en el Reino de Gran Bretaña. Con sonidos marciales de gaita, esos gaiteros avanzaban al frente en las cargas de infantería para dar coraje y bríos a sus compañeros; matiz épico presente todavía en las marchas escocesas de los gaiteros en el evento de The Royal Edinburgh Military Tatto, en la explanada del castillo de Edimburgo, en el que siempre se entona Scotland the brave, la canción patriótica escocesa.

La Royal Mile también rebulle todos los años con el Festival de Edimburgo, un conjunto de celebraciones entre junio y septiembre. Y en Old Town la traza urbana de la edad media subsiste con sus callejones estrechos y semioscuros. Cada uno de ellos parece una entrada a algún misterio olvidado. Nos emocionaba leer las placas de esos callejones. En una leíamos que a pocos metros de un callejón, al costado de la Royal Mile, estuvo la imprenta en la que nació la Enciclopedia Británica y, en otro, la indicación de la casa ya demolida del gran David Hume.

La Ciudad Vieja también contenía mercados y las horcas de las ejecuciones públicas. Y uno de los ejecutados más famosos fue William Brodie. Personaje de una doble vida: honesto de día y delincuente de noche. Fue finalmente capturado y ahorcado en 1788. Las dos realidades paralelas de Brodie parecen espejarse también en la división de la ciudad en su parte vieja y la moderna, construida con casas georgianas a partir del siglo XIX. Algunos incluso suponen que la dualidad de Brodie, afín a la duplicidad de Edimburgo, inspiró a Robert Louis Stevenson para escribir su célebre Míster Hyde y Mister Jeykyll.

La geografía escocesa está a flor de piel en Edimburgo. En un típico día lluvioso, con Laura llegamos hasta el final de la Royal Mile y, a pocos pasos, nos internamos entre colinas y nieblas. Una rápida inmersión en el clima de las Highlands, la percepción de la naturaleza casi fundida con la ciudad.

En el siglo XVIII, Old Town tenía 80000 habitantes. Los edificios crecían hacia lo alto, con varios pisos, y el hacinamiento y las malas condiciones de salubridad hizo que algunos llamaran a Edimburgo Auld Reekie (Vieja apestosa o humeante), por los humos o los olores malsanos que expelía. Un gran incendio en 1824 destruyó muchos de los edificios altos. Y con la reconstrucción se produjeron cambios en el nivel del suelo, y la creación residual de pasadizos y bodegas usadas como escondites por marginados y criminales. Lóbregos lugares de soledad que dieron lugar también a historias de fantasmas, presentes en todas las guías turísticas; y a los asesinatos cometidos por William Burke y William Hare, en 1828, que mataban a pobres solitarios que se refugiaban en los pasadizos, y que vendían luego sus cuerpos a un médico de la Escuela de Medicina de Edimburgo para su disección.

La comunicación de la capital escocesa con Glasgow, Inverness, Stirling, y otras ciudades y pueblos, fluye por la estación de trenes de Waverley. Allí, un pasajero escuchó nuestro español y sorprendido nos preguntó de dónde veníamos. Era un veterinario uruguayo, radicado en suelo escocés hacía décadas. En la conversación que tuvimos no dejó de destacar que Edimburgo era una ciudad apacible, a escala humana, a diferencia de la cosmopolita y bulliciosa Londres.

Y la relación con la vanguardia cultural es parte de la esencia edimburguesa. Se la llamó también Atenas del Norte por su fervor cultural, y por el Monumento Nacional de Escocia, en la colina de Calton Hill. Una estructura de templo griego, inconclusa, en una altura desde la que es visible toda Edimburgo, edificada en homenaje a los soldados y marinos escoceses que batallaron en las Guerras napoleónicas (1803-1815). En ese lugar vuelven los gaiteros a nuestra imaginación y creemos escuchar la carga de la infantería y la caballería escocesas que, entre gaiteros valientes, avanzó hacia su destino en la gran batalla de Waterloo, en la que Napoleón fue finalmente derrotado.

Y la imaginación es parte del viaje como construcción mental y no solo como visita física. Los lugares adquieren más vigor y significación cuando el viajero recrea lo que ve a través de lo que lee, investiga e imagina. Volvamos  entonces a la Royal Mile e imaginemos que David Hume nos guía hacia la Ilustración escocesa, que en Edimburgo tuvo su gran centro. La Ilustración fue el movimiento cultural del siglo XVIII por el que la modernidad escaló a su madurez intelectual a través de la unión de la razón, la observación empírica del método científico, y las matemáticas. Lo ilustrado también lidió con el dogmatismo religioso y el absolutismo monárquico. Hume fue uno de sus grandes portaestandartes.

Y junto a Hume salen a nuestro encuentro algunos, solo algunos, de los grandes edimburgueses: además de Adam Smith y Stevenson, ya mencionados, Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes; Sir Walter Scott y su Ivanhoe; James Clerk Maxwell y sus leyes del electromagnetismo.

Y si volvemos a una ventana de Old Town podríamos contemplar la formación rocosa de Salisbury Crags, cuya vista, en el siglo XVIII, llevó a James Hutton, otro nativo de la capital de Escocia, a concebir que la Tierra era mucho más antigua que lo que la iglesia cristina afirmaba. Y así Hutton postuló el tiempo profundo o tiempo geológico del planeta, con sus millones de años.

De Edimburgo finalmente viajamos a Londres. La ciudad de más de medio millón de habitantes va desvaneciéndose al paso del tren veloz. Pero eso no ocurrirá con su poesía hecha de colinas edificadas, las cercanas Highlands y el mar, el amor por la Ilustración y el orgullo de sentirse escocés entre las kilts y el sonido de las gaitas.


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