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fabian soberon
Photo Credits: Eric Verleene ©

Dos mujeres

Dos mujeres caminan solas por el borde de la playa. Es de noche. La luna es una moneda solitaria en el agua negra. Caminan horas y ya no sienten los pies. La arena se ha convertido en una víbora inconfundible que las devora lentamente. Conversan sobre los años perdidos, sobre el tiempo en el que no estaban solas y sus maridos las rodeaban con los brazos bajo el sol de la tarde.

Ahora, una de ellas, la más baja, Antonia, se queda quieta. Le confiesa a la otra que está cansada, que quiere tomar unos mates. La amiga, Estela, la mira, extrañada. Tomemos unos mates, repite Antonia.

Antonia tiene la decisión entre sus manos pero actúa como si no sucediera nada.

Se recuestan en la arena. La que ceba mate es Estela. Al principio, ella no percibe ningún cambio.

Están sentadas y sienten el fragor de las negras olas a sus pies. La luna continúa en su posición, impertérrita y solitaria.

Antonia, que ha propuesto, solícita y resuelta, que se detengan, se para y camina hacia las olas. Impasible, entrega sus pies al solaz del agua fría y salada. Su amiga, la fiel cebadora de mates, la mira cómo entra en el aura ciega de las olas.

Antonia camina, lenta. El agua resuena en el silencio oscuro de la noche. Lejos, muy lejos, un barco, inmutable, cruza el océano. El barco nada sabe del mar ni de las mujeres que murmuran.

Antonia ya tiene el agua en la cintura y aspira el aire frío. Y no mira atrás.

Estela tiene el mate en la mano. El sorbido grave de la bombilla arde en la negrura. Estela sigue el cuerpo decidido de Antonia mientras su cuerpo permanece inmóvil, paralizado. El agua caliente entra por su boca tiesa y piensa en la trasfiguración de las almas, en la antigua creencia pitagórica sobre los cambios de cuerpo.

Antonia es un negro punto de agua. Pronto será agua negra en el agua negra.


Photo Credits: Eric Verleene ©

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