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Orlando Romano

Dos lirios en la nieve

Vladímir Kolesov era coleccionista y vendedor de libros antiguos o raros. Quien ama los libros y frecuentó París conoce muy bien los bouquinistes emplazados a lo largo del río Sena: alrededor de trescientos puestos ─pequeños cajones de dos metros de largo por uno de ancho─ donde, además de libros, el paseante puede encontrar revistas, estampillas, tarjetas, posters, fotografías antiguas y publicaciones difíciles de hallar en otro sitio. En el otoño de 2003 yo paseaba distraídamente por la orilla del río cuando, en uno de esos cajones de pandora (bajo el sentido de sorpresa), vi la tapa color verde de un ejemplar cuya búsqueda ─mucho tiempo atrás─ ya había dado por concluida: Fisiología del amor moderno, de Paul Bourget. Vladímir Kolesov, alto, robusto, canoso y saludable, no se aprovechó de mi extranjería ni de mi inocultable entusiasmo por adquirir el volumen. Me cobró lo justo y razonable. Y quiso saber de dónde era. Entonces me manifestó su simpatía por el gaucho, por Ricardo Güiraldes, Florencio Molina campos y sus gauchos de historietas y por el tango. Anochecía y ya se estaba yendo, pero al hombre le sobraban las ganas de hablar un poco de Argentina y también le sobraba el tiempo: nos tomamos un par de cafés sentados en un largo banco de piedra amarilla. Sabía escuchar, y le encantaba hablar: había nacido en Oimiakón, al Este de Siberia, un pueblo conocido como el Polo Ruso, ya que sus temperaturas pueden alcanzar los 70 grados; le gustaba el frío pero era un muchacho con hambre de mundo, por eso a los dieciocho años decidió viajar a Francia con dos propósitos: ser pianista o ser policía; me mostró los dedos desplegados como sombrillas, enormes. “Con un dedo apretaba dos teclas a la vez, fue imposible”. Nos reímos. Y luego agregó, sin dejar de reír, que como policía había trabajado apenas cinco años, que comprendió que no estaba hecho para eso, pero fue el tiempo suficiente para salvar un par de vidas, o para mejorarlas. Desde esa noche, cada vez que leo o escucho la palabra Rusia o Policía, o París, viene a mi mente la historia de Vladímir Kolesov, que tenía la extraña capacidad de contar con imágenes, y no con palabras.

Son las tres de la mañana de un día cualquiera de 1970. Es la noche más fría que conoció París en sus últimos años. Vladímir Kolesov enciende su décimo cigarro de la jornada y realiza su ronda atenta y cancinamente, como si el frío no lo afectara en lo más mínimo. Viste un grueso abrigo, aunque no le hace falta. Extraña a su madre, a sus perros siberianos, sus libros de aventuras, y piensa que en un par de semanas podrá ir a visitarlos. Hoy ha sido día de pago y tiene todo su sueldo en los bolsillos. Siente el placer del deber cumplido al acariciar, cada tanto, los billetes. Ha pasado frente a la Catedral de Notre-Dame, de norte a sur; dobla una cuadra hacia la izquierda. Unos cincuenta metros más adelante, donde no le corresponde a su servicio, hay un breve tumulto de gente. Hace quince minutos atropellaron a una persona y la trasladaron muy mal herida al hospital. El uniforme de Vladimir impone presencia y el grupo se va serenando. Nadie sabe o nadie quiere explicar muy bien lo que pasó; algunos emprenden una cobarde y disimulada retirada. Kolesov interroga a los pocos que permanecen en el lugar; nadie ha visto nada. La nieve empieza a caer con más intensidad, amenaza con convertirse en tormenta. Cuando todos se han marchado Vladimir comprende que no todos se han marchado. En la penumbra de un portal una mujer sujeta a un bebé de meses. Al acercarse a ellos, descubre un rostro que le resulta familiar; se trata de una joven prostituta que ha visto en algunas ocasiones trabajando en la zona. Le pregunta por el bebé. Ella le aclara que es una nena, y le dice que va a contarle todo. Quiere seguir hablando pero el llanto le quiebra la voz, y ahora la beba también llora. Vladimir cree comprender que las dos lloran de hambre, de frío, de miedo, de angustia contenida. La ayuda a ponerse de pie, luego se quita el abrigo y las cubre.

─ Sé que me encerrarán por esto, oficial. Pero esta niña…

La mujer se desploma como en cámara lenta. El gigante de ojos azules pensó que sólo estaba tratando de sentarse nuevamente. La beba, blanca y de cachetes sonrosados, llora más fuerte aún ante el contacto con la nieve. Vladimir recuerda los bellos lirios rosados que tanto gustaban a su madre y que la nieve se esmeraba en matar a un costado de la humilde casa de troncos. Del bolsillo de su chaqueta hace aparecer una petaca de vodka y logra que la mujer reaccione. Transcurren unos minutos, los necesarios para que la niña encuentre el calor necesario en los brazos del policía. Los tres se serenan. Entonces la mujer habla despacio, como resignada, envuelta en el revitalizador perfume del trago de vodka.

─ Fui yo quien empujó a la madre de la bebé hacia la calle. El chofer del camión de residuos no se dio cuenta de que la llevó por delante. Ella siempre andaba por aquí, siempre muy borracha. Años atrás se le murió un hijo por falta de comida, y otro por golpes de su esposo, eso es lo que decían todos. Estaba mendigando justo aquí, cuando vi que la beba estaba tiritando de frío, en el suelo, mordisqueando la cabeza de una rata que tenía en sus manitos. Usted mismo puede verlo, solo tiene puesto un pañal mugroso. Yo me acerqué y le dije que podía acompañarla hasta el hospital para que allí pasaran la noche, o a algún refugio para obtener comida. Ella me insultó, parecía un animal rabioso, sacó un cuchillo de cocina y me atacó. Pensé en escapar, en correr, pero entonces oí que esta niñita lloraba; lloraba con el llanto más triste que yo he escuchado. Entonces me enfrenté a ella, la empujé, resbaló y fue a caer en la calle. Fue así como ocurrió el accidente.

Sentados en aquel banco junto al Sena, le pregunté a Vladímir Kolasov qué hizo.

─ Le dije que para no detenerla debía jurarme que sería una buena mujer, y una buena madre. Entonces ella me dijo que aquella beba era lo único bueno que había tenido, un angelito que apareció en su vida para algo. Y fíjese qué detalle: al llegar a mi casa, me di cuenta de que todo el sueldo del mes había ido en aquel abrigo. Me dio mucha gracia realmente. Pero así es el destino.

─ Usted les cambió la vida. ¿Le hubiera gustado verlas de nuevo?

─ Hace un par de años pasó por aquí una señora muy elegante con su hija, una joven de unos treinta años. Nos reconocimos a la primera mirada. Ella se perturbó un poco, pero yo le sonreí con complicidad. La muchacha, ajena a nosotros, revolvía libros en otros puestos, entonces aproveché para obsequiarle una fotografía muy antigua de la Catedral de Notre-Dame. No hacían falta palabras. Me acarició la mano y fue a reunirse con su hija. Se las veía muy felices. Y se alejaron por esa senda, ¿la ve?, por ahí, como dos lirios que escaparon de la nieve.


Photo Credits: Pedro Ribeiro Simões

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