No sé dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido equivale a apartarlo de las garras de la muerte a cualquier precio.
–Mario Bellatin, Salón de Belleza
Jacobo llegó a su vida un noviembre, época de feria del libro en aquella ciudad. Su maestra, una poeta que irradiaba luz aun en su lecho de muerte, le había mostrado una foto al pie de una entrevista que ella le acababa de hacer. Le pareció exótico a primera vista. Incluso hubo un momento que sintió que era demasiado decadente para él. Pero creía ciegamente en la poeta y en sus enseñanzas. Con el pasar de los años reconoció que también se había enamorado de ella, de su perenne pluma decorando estratégicamente su cabeza sabia y de su dulzura de niña de pueblo.
Regresemos a Jacobo, a esa mirada penetrante, a ese perenne modo de reírse de todo, empezando por sí mismo. Túnica y pantalones negros, mostrando inicio de una barriguita incipiente. Los labios carnosos, pero grises a la vez. Sí, porque al mirarlo, una nube grisácea servía de aura a todo su alrededor. Podría ser un personaje grotesco para algunos. El típico hombre enfermo, con una discapacidad que lo eleva a unos niveles altos de perversión. Sin embargo, ese tipo de hombre siempre le cautivó al poeta principiante. Nadie imaginaba su mente perturbada en acecho de sábanas sudadas y mal olientes con residuos de semen. El poeta principiante aparentaba ser un tontico más, un atrevido, como dijera alguna vez la dueña absoluta de las mentiras. Nadie había raspado poco más de la superficie de aquel supuesto atrevido, que ya empezaba a mostrar los primeros síntomas de una alopecia común. Su forma callada, siempre observando a todos, engavetando información destinada a terminar en algún libro. La poeta brillante reconoció su capacidad. Supo enseguida que le faltaba un guía, un maestro para poder transitar. Hizo todo lo que tenía a su alcance y le fue suministrando a bocados, significantes dosis de información. El archivo del poeta principiante fue creciendo. En sus gavetas ahora se encuentran grandes secretos, conocimientos, fotografías antiguas, caricias de desconocidos, rostros, un amor frustrado que nunca será, hasta un cuento sobre unos aretes maravillosos que terminaron en las manos de una estudiosa que mantiene a su marido musulmán. Se puede decir que ese poeta es un Assange cualquiera.
Regresemos a Jacobo otra vez. La poeta se lo presentó un noviembre, época de feria del libro en aquella ciudad. Le dio un abre boca de lo que era aquel hombre gris, de mirada profunda y brazo metálico con gancho, suplantando a una aburrida mano habitual. La poeta envió su listado de quehaceres esa tarde al poeta principiante. En la lista, en la primera línea, escribía que buscara un libro específico de Jacobo. El poeta salió en carrera, buscaba el libro por las tres o cuatro librerías que permanecían abiertas en aquella ciudad. En la última pudo encontrarlo. Se sentó en su auto, escondido con aquel hombre y su obra que lo había cautivado. Devoró el libro y casi en un trance regresó a casa. Se pasó el resto del día encerrado en cama con el libro apretado a su pecho, delirando, masturbándose pensando en Jacobo.
Cinco años después, al ver que Jacobo venía a Brooklyn a presentar un libro; y decenas de veces espiándolo por el Facebook sin atreverse a decirle de sus fantasías frustradas, le manda un mensaje agrio y sin sentido: “La poeta me presentó su obra un noviembre, época de feria del libro en aquella ciudad”. A Jacobo le tomó 24 horas contestar el tonto mensaje de aquel cuarentón insignificante, pero lo hizo en una manera comedida y amable a la vez. El poeta volvió a recordar la infatuación que había surgido al leer aquel primer libro. Guardó el mensaje en una de las tantas gavetas y cerró el Facebook por una temporada.
Meses después, una amiga bolerista madrileña se iba de gira y le dejó una copia del libro recién publicado con otra amiga, una venezolana cantante de ópera. Lo llevó a su casa una mañana, al regresar de la caminata en busca de yerbas para un despojo, evitando no arrancar las que mostraban residuos del orine amarillento de los perros del barrio. Lo dejó en la misma bolsa de plástico encima de la mesa por casi medio día. En la tarde, justo horas antes de empezar con el odiado quehacer de la cocina, sintió el ruido de la bolsa plástica. Parecía como si unas manos invisibles sacaban el libro de la bolsa y se lo ponían delante. Dejó la pasta a un lado, la cebolla y la salchicha vienesa inapetente y tomó el libro en sus manos. Lo que pasó después nunca se pudo saber a ciencia cierta. Pero la vecina dominicana que lo observaba desde su escalera de incendios, la misma señora que siempre muestra sus pechos cincuentones, fue la que avisó a todo el barrio de la gran humareda a puro gritos.
Automáticamente apagó la hornilla eléctrica y se hizo sordo a los gritos de la vecina. Las horas pasaron con una rapidez alarmante. El libro temblaba en sus manos. Él seguía embobecido, tomando notas mentales, archivando para luego ir plasmando su propia historia. El libro doblegaba al escritor forzándolo a escribir. Se pegó una bofetada. Necesitaba comprar arroz frito en la esquina para reemplazar la pasta achicharrada. Necesitaba tirarse al piso de madera gastado, medio encuero a escribir. Recordó los deseos recurrentes de pasarle la lengua al brazo plateado, la angustia de no poder besar los labios grises y pulposos de Jacobo.
Cada cierto tiempo tropieza con la foto de la poeta brillante, con algún email de tiempo atrás, diciéndole que lo extraña, que regrese pronto de Italia. Todo se le acumula, anda a cuestas con gavetas sobrecargadas de información y con una soledad monumental, la misma que un día su maestra le pronosticó le esperaba.
Han pasado cinco años, cinco largos años de aprendizaje. Finalmente ha logrado descifrar los mensajes y entender de una buena vez que la seducción absoluta le llegó de la mano de dos libros, uno la iniciación; el otro, la consumación de un caminar sin retroceso en soledad.
Los sueños me anuncian que estoy en el umbral de un intricado bosque, que no voy a tener otra opción sino la de atravesarlo.
– Mario Bellatin, El libro uruguayo de los muertos
Photo Credits: Elena Mazzanti