Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Juan Ignacio Chavez

Don’t run away, honey-bunny (Parte II)

La mañana del 24 de diciembre, mientras armaba el desayuno buffet, estuve mirando cada tanto hacia la puerta del comedor, pendiente de si vería la entrada del cantante. Tenía la idea de hacer contacto visual, quizá acercarme y decirle lo bien que cantaba y contarle lo mucho que me gustaba esa canción. Me lo imaginaba agradeciéndome las palabras, quizá devolviéndome un cumplido por mis habilidades con el piano, pero no estaba preparado para verlo entrar y dirigirse de inmediato al área de los hispanohablantes, donde a mí me tocaría servir las bebidas y reemplazar los cubiertos. Se sentó en una mesa de seis, en un asiento de la esquina, frente a una pareja relativamente joven, muy querendona, con la que se puso a conversar de inmediato. Pronto comencé a rondar la zona, a ofrecer bebidas en las mesas adyacentes y pude oír un poco de la conversación.

—¡Los volcanes de Nicaragua son simplemente maravillosos!—decía el cantante en un marcado acento español—. Aquí…bueno, allá en España no tenemos nada parecido. Nada brilla de noche si no lo encienden. ¿Y hace cuánto que ha dejado Managua?

—Ya van veinte años—dijo la chica—. Pero nos conocimos con Carlos recién hace siete, ¿cierto? ¿ocho?

—Van a ser ocho—dijo el esposo de la chica, quien también tenía acento español.

—Ocho, y vamos contando. Yo llegué aquí de diecinueve años en un estado un poco desesperado, pero pronto me fue bien en el negocio. Y cuando me fue bien, decidí abrir un local…

—Una peluquería.

—Eso, una peluquería. Luego conocí a un piloto y al año me enteré que estaba embarazada de Julieta. Julieta mi hija, que ahora tiene diecinueve, la edad que yo tenía, ¿lo puede creer?, ¿cómo es?, ahora está de viaje en Noruega con el papá, en unos lagos hermosos que me ha mostrado por fotos, aunque ella se queda por allá de intercambio. En todo caso me quedé, y cuando me separé de él, siendo Juli chica, me seguí quedando. ¿Ve cómo no hago más que quedarme? Y ahora tengo a este a mi lado. Y así.

Los tres se rieron.

—Ya veo…

—¿Y usted siempre ha vivido en España?

—¿…y su hija qué…? Ah, bueno, sí, toda la vida, y mire que ha sido larga—dijo el cantante.

—Ni hablar.

—Pues crecí en un pueblo cerca de La Coruña, en Galicia. Luego fui a Madrid a estudiar Derecho y trabajar. Me casé y tuve hijos. Viví por años en un departamento de la Calle de la Santa Engracia. ¿Conocéis por ahí? Seguro que sí…

—Vivimos por ahí—dijo la chica nicaragüense, y señaló a su esposo con la punta de la nariz—. De hecho, él vive ahí desde mucho antes que yo. 

—Tampoco tanto. Mi familia es de Granada. Pero continúe.

—Bueno, viví por años ahí hasta jubilarme. Para ese entonces mi hija ya estaba casada y yo separado de mi mujer, así que me regresé a Galicia, a vivir junto al mar, como siempre debí hacer. No os lo he dicho, pero para mí hay un mayor placer que el canto—hizo una pausa. Yo no estaba viéndolo, pero podía imaginarlo mirando fijamente a la pareja, creando una especie de suspenso para entretenerse—: las embarcaciones ligeras. También los yates, eventualmente, pues soy capitán licenciado y eso es más solicitado de lo que uno cree, aún a mi edad, pero sobre todo los veleros, porque lo aprendí de chico y lo disfruto como nada en la vida, sobre todo ahora que no me queda tanta.

—Qué cosas dice.

—Menos que antes, al menos.

—Ay, pues si lo pone así… ¿Y se ha vuelto a casar?

El cantante se rio fuerte y lento, como si hubiera contado de antemano la cantidad de exhalaciones.

—Dios, no. No.

—¿Y anda su hija por acá?—preguntó la chica.

—Qué cosas preguntas—interrumpió el esposo—. Por cierto. ¿Tomamos algo? Aquí está el chico.

El chico era yo. Había terminado de servir café en la mesa de al lado, donde me demoré porque me habían estado felicitando por la noche anterior, como solía pasarme en cada primer desayuno del tour.

—Buenos días. ¿Les traigo algo?

—¿Pero no es usted el pianista?—dijo el granadino—. Madre mía. Felicidades. Qué bueno es tener en el barco a artistas como vosotros.

Se refería, por supuesto, también al cantante, quien solo me sonreía. Yo aún no me atrevía a mirarlo de frente.

—Gracias. Pero aquí la estrella no soy yo—dije.

La pareja hizo un sonido muy español, algo cercano a un estertor que me es imposible reproducir. Denotaba, supongo, que estaban muy de acuerdo conmigo.

—Nada, hombre. Aquí el futuro es usted. Yo ya tuve mis mejores noches–dijo el cantante—. Toca maravillosamente. ¿De dónde es?

—De Perú.

—¡Muy bonito! ¡Muy bonito! ¿Y qué hace acá?

Expliqué en menos de veinte palabras mi recorrido de los últimos tres años, mientras servía el café. 

—Así que Toulouse. Madre mía, el histórico Canal du Midi. Siempre Toulouse y la ingeniería. Hasta el día de hoy.    

—Por la central de Airbus—dije.

—Exacto. Ahora todos los ingenieros aeronáuticos españoles dan el salto, como mi yerno, que ha ido no pocas veces. Ahora, sin embargo, está en Praga. De hecho, mi hija y mis nietos están en Praga. Ya ven.

En eso venía llegando una señora con dos niñas.

—¿Están ocupados estos sitios?

—Adelante—dijo el cantante. Ellas agradecieron, dejaron los bolsos en las sillas restantes y fueron a recorrer el buffet.

Hubo un silencio. Noté que la pareja se mandaba miradas.

Yo estaba buscando la manera de decirle al cantante lo que sentí anoche sin sonar cursi, cuando se me adelantó.

—Joven, quiero decirle que su interpretación de Don’t run away, honey bunny me movió el alma. Ha usted estudiado, ¿verdad? Se nota. Pero también tiene una historia qué contar. Sí, tiene una historia que quiere contar. Y aquí está. Pasando navidad al otro lado del mundo.

Mi cara debía ser de consternación.

—Hijo, ¿no tienes ningún familiar por acá?—preguntó la nicaragüense.

Titubeé.

—Tengo…tengo un tío. Lo veré después de fiestas—dije.

Era verdad. Guillermo me dijo que llegaría al Cairo el 26 de diciembre y se quedaría ahí una semana. Teníamos planes para año nuevo.

—¿Y usted?—preguntó la nicaragüense al cantante.

—Patricia…

El granadino miró a su esposa con severidad. Por cómo andaban de melosos, se notaba que nunca la llamaba así; «patito», «amorcito», cosas así, sí, pero no «Patricia».

—Amigos, amigos, no os preocupéis—dijo el cantante, conciliador—. No sois los primeros que se preguntan qué hace un viejo solo en un crucero de navidad. Pues, como dije hace un momento, mi hija está del otro lado del Atlántico, así que me dije: ¿Ir a Madrid a encontrarme con los ex compañeros de trabajo? Son todos abogados, joder. Y, ¿para qué quedarme en La Coruña, si paso ahí todos los santos días del año? ¿No les parece mejor hacer un viaje inolvidable? ¿Darse por una vez la posibilidad de sorprenderse?

Aunque el cantante solía tener una gracia natural para decir las cosas, la elegancia coqueta del hombre letrado que ha pasado por bares, en esta ocasión percibí una cierta premura por terminar las frases, como si su cadencia risueña ocultara una espina.

—Sin duda—dijo el granadino—. Este es un viaje espléndido.

—Lo es—dijo su esposa. Ya nadie quería seguir hablando del tema—. ¿Ha visto usted el tamaño de las columnas en Karnak? ¿Dónde habrase visto algo así en la vida?

—Pues en todos los grandes museos de Europa—sentenció el cantante.

Todos nos reímos. Era cierto. Lo que hicieron los europeos sí que era una canallada. 

Esa noche, luego de un extenso día en que los huéspedes visitaban la represa de Asuán y Abu Simbel, y en que nosotros acondicionábamos el barco entero con ornamentos navideños, abrimos las puertas del Gran Salón y yo me puse en el piano para recibir a los comensales con todos los temas navideños: Frank Sinatra, Nat King Cole, Carpenters, Stevie Wonders y compañía, las versiones más adecuadas para la ocasión. Fue una gran cena y todos estuvieron contentos, pero el cantante no apareció.

Como comprenderán, luego de haber alzado la vista unas veinte veces con la esperanza de verlo llegar, yo estaba decepcionado. A las diez, cuando terminé de tocar, el grueso de los huéspedes se quedó tomando en las mesas, pues la cubierta, donde solían ir tras el concierto, estaba siendo atacado por vientos huracanados. Para mí, sin embargo, a quien un barco colmado de gente no le hacía nada de gracia, eso era una oportunidad. Es así que recogí mi abrigo de la habitación y subí a enfriarme un poco, y descubrí —o confirmé— que nunca hace suficiente frío para los fumadores: no eran muchos, pero había corpúsculos de gente alrededor de la piscina, teniendo conversaciones arto entrecortadas pues tenían que andar encendiendo los cigarrillos a cada rato, juntando los cuerpos —incluso extendiendo los abrigos—para ayudarse a prender los mecheros. En cualquier caso, todo murmullo humano era ahogado por los vientos que se deslizaban sobre el Nilo, y las siluetas se entremezclaban con la vegetación oscura del horizonte. Quizá por eso me demoré en ver al cantante, que fumaba solo, apoyado en la baranda de la proa.

Me acerqué a saludarlo.   

—¡Joven! ¿Qué dicen las chicas?

Dijo eso en un tono extraño, podría decirse que violento. Sin mirarme a los ojos, volvió a la posición que tenía, de cara al río.

—¿Las chicas?

Sopló el viento, tanto que tuvimos que pegar los brazos al tórax para ganar estabilidad. Eso cortó un poco el hilo, si es que lo había. Y nos quedamos un par de minutos en silencio. Él mirando al horizonte. Yo sin decidirme en dónde poner los ojos. 

Estaba apunto de irme cuando aplaudió, como matando un pensamiento, y dispuso el cuerpo hacia mí. 

—Lo siento. Lo siento—dijo—. Estaba pensando. No se vaya. De hecho, quería hablar con usted.

—Vaya. Pues yo también.

—Sí, lo sé— noté en su sonrisa un poco de lástima por mí, aunque también complicidad—. Pues aquí nos tenemos. Quisiera al menos saber algo de usted. No le he preguntado su nombre.

—Néstor.

—Héctor. Un gusto.

Nos dimos la mano.   

—¿Tiene novia, Néstor?

Negué con la cabeza. Él sonrió, y continuó.

—Déjeme decirle que lo envidio. Tener esa edad. No depender de nadie. No sentir que nadie depende de uno. Viajar. Conocer lugares inolvidables. Usted se ha escapado de la música académica, ¿cierto?

Lo admití, y prosiguió:

—Evidente. Es raro ver un pianista de hotel tocar así. Usted tiene un gran futuro, pero no, discúlpeme, usted tiene un gran presente. No crea que no lo entiendo. Su manejo del pedal es extraordinario, nos envuelve a todos con la pieza más compleja y la balada más simple. Usted hace feliz a la gente. Sépalo.   

—Bueno—dije algo avergonzado—. ¿Usted también toca el piano, entonces?

—Oh, no. Ni un poco, pero sí que lo he oído mucho. Tuve mis épocas, sabe. Incluso llegué a abrir para Benny Burton, o bueno, el ya viejo Benny Burton, en su única gira por España, allá por el 78—intentó ignorar mi reacción—, sí… fue una época magnífica, una especie de juventud tardía—dijo, y se rascó la barba, como si quisiera palpar una sensación antes de seguir hablando—. A mí…a mí la libertad me llegó tarde. Antes las cosas no eran como ahora. Mi familia me obligó a estudiar Derecho. A los diecinueve estaba casado y a los veintiuno era padre. Y no me quejo. Tuve a una gran mujer como esposa y una hija ejemplar. Les di todo lo que necesitaban. Ellas me hicieron sentir que nada era en vano. Y sabe qué, yo no cambiaría absolutamente nada de esas épocas, pues tuve un hogar; me rompía el lomo contento.

Durante todo este tiempo había estado armando un cigarrillo. Ahora hizo una pausa para sellarlo con la lengua, y prenderlo.

—Pero hombre, imagínese cumplir treinta y cinco y sentir que ya se han ido todas las energías. Mirarse en el espejo y ver que todos los días han sido el mismo día…Yo siempre canté, ¿sabe? A los catorce años me hice tripulante de un barco que iba desde las costas de Noruega hasta Porto, me ganaba la vida cantando, y recuerdo haber dicho: «esto es». «Esto es»—repitió, y penetró el aire con un dedo, como si tocara la punta de una nariz invisible. Luego se quedó asintiendo un rato, frunciendo el labio inferior—. Y fue exactamente eso lo que me dije a los treinta y cinco: «no puedo morir sin volver a sentir eso». Fue entonces cuando le dije a Lara, mi esposa, que me volvería músico en barcos ligeros, como usted, que es lo que he hecho desde entonces. Y así como usted toca y sirve el desayuno, yo cantaba y capitaneaba. Fue así como llegué a Canal du Midi, justamente.

—¿Y su esposa lo tomó bien?

El cantante se rio fuerte y terminó tosiendo.

—Pues usted qué cree, amigo.

Me reí, aunque creo que lo forcé un poco.

—Que no.

—Mire. Yo estaba en Madrid para todas las fechas importantes y jamás falté a mi responsabilidad de tutor, de sostén económico de mi familia. Músico y todo lo que usted quiera, pero mi hija fue a las mejores escuelas. Estudió en la Complutense y le pagué más estudios en Inglaterra, en una época en que eso no se hacía. Ahora es catedrática en sociología. Todos cumplimos nuestros sueños. Y no crea, ella me lo agradece. A veces pienso que no lo suficiente, pero vaya que sí me lo ha dicho un par de veces: papá, gracias por mi educación. Sobre todo desde que fue madre y supo lo difícil que es pagar estudios…

Yo asentía, creo que sonriendo con un lado de la cara. Tenía la sensación de haberme perdido en la conversación.

Parece que lo notó.

—Me dijo que quería decirme algo. 

—Sí—dije, mirando al piso—. Solo que me gustó mucho cómo cantó.

—Ah—dijo—. Pues muchas gracias, joven.

Me sonrió.

Yo titubeé. Sabía que quería decir algo más, pero finalmente solo atiné a decir:

—Estuvo muy bueno. Muy, muy bueno.

Extendió la sonrisa. Había algo de gatuno en ella. Algo que se perdía en la noche. Y miró hacia el río.

—Hace frío—dijo.

—Mucho, sí.

Se excusó y bajó al salón, no sin antes decirme que teníamos una conversación pendiente. Yo me quedé un rato más en la cubierta, mirando los faros de Edfu diluirse en el agua, de pronto triste. Sentía que me había quedado solo con mi ternura, como una polilla revoloteando en torno a una fuente de luz. Puede que haya sido el frío, pero recuerdo haber encogido los brazos y haber respirado muy hondo, como abrazando a un peluche. Me quedé así varios segundos, quizá minutos, con los ojos cerrados, y por primera vez tuve la sensación de estar en contacto con un gajo de cariño, ahí, extraído de su fruto pero aun así jugoso y entero, una especie metabolismo de hibernación que me hacía sentir a mamá, a Alejandra y a Facu, blandirlos en la oscuridad; una fortaleza dolorosa, pero muy real.

Cuando bajé ya habían pasado las doce. El Gran Salón estaba más desocupado, aunque permanecían varios huéspedes, sobre todo españoles, esperando que dieran las doce en Europa para llamar a sus familias. Ahí estaban el granadino y la nicaragüense, un poco pasados de copas, y se me acercaron para felicitarme. El cantante estaba solo, sentado en un sillón, sin hablarle a nadie, aunque mirando a todo el mundo con una sonrisa. 

Cuando la pareja se fue a tomar otra copa, me vi solo en medio de una coreografía de expresiones de cariño. Era inevitable que hiciera contacto visual con el cantante, la única otra persona solitaria de la noche. Para ser franco, todavía no me había recuperado de nuestro último encuentro. La humedad en sus ojos ya no me parecía un signo de inocencia, sino un detalle simplemente misterioso, con toda la ambivalencia que eso conlleva. Pero entonces me hizo una seña con la mano; más un llamado que un saludo. No me iba a escapar.

Me senté a su lado y estuvimos un rato ahí sentados, sin hablar, mirando a la gente. Era una situación extraña, evidentemente, pero debo aceptar que también me sentí cómodo, y que el cantante se me hacía un buen compañero de silencios; quizá era eso, y ese había sido mi error: debíamos siempre permanecer en silencio, o en la música, que forma parte del mismo ámbito primario y sensorial.

—Héctor—le dije al fin. Hasta ese momento no lo había llamado por su nombre—. Usted cantó la canción de Benny Burton como alguien con una historia. Con una historia que contar.

El cantante hizo un sonido nasal, no necesariamente risueño. Los dos seguíamos mirando al frente.

—Vaya personaje resultó usted. Muy perceptivo, muy perceptivo. Un chaval inteligente—dijo. Y luego de otra pausa, volteó hacia mí, con el brazo recogido sobre el respaldar, ya más cómodo. Y nos miramos—. Esa canción hizo mi matrimonio. La bailé con Lara allá por el año 57, en una fiesta de campo, y cuando acabó la pieza le dije: «si repiten la canción esta noche, usted se casará conmigo». Así le dije.

Parecía orgulloso.

—¿Y la pasaron?

—Joder, chaval, pensé que era inteligente. Claro que la pasaron.

—Lo siento.

—Y se convirtió en nuestra canción. No sé cómo más llamarla. Hasta que, cuando nació Cristina, la canción pasó a ser también suya. Ella conocía la anécdota, por supuesto, pero yo creo que se aprendió la canción antes de entender realmente la escena en cuestión, de poder disfrutar su humor, sus bemoles, ya me entiende, así que pasó a ser la canción de la casa, como un himno tonto de cuando estábamos contentos. ¿Entiende de lo que le estoy hablando?

Asentí, sonriente.

Pero entonces me miró distinto, quizá con algo de desesperación. Por primera vez, sentí que mi presencia ahí era imprescindible. 

—Como podrá imaginar, hace buen tiempo que no las oigo contar esa canción. Yo la he cantado miles de veces en cientos de barcos, pero en algún momento, y créame que no sé en qué momento—al decir esto último bajó la mirada—se dejó de cantar en casa. Las cosas con Lara ya no andaban bien. Cristina era adolescente y tenía reparos conmigo. En fin… Usted sabe cómo son las cosas de complejas. Yo no soy perfecto. Pero a veces pienso que han sido malagradecidas. No lo digo, pero lo pienso. Aunque trato de no tener presentes los malos pensamientos, pues quién sabe hasta cuándo ande por este mundo. Cuando uno es viejo—dijo, y se reclinó en el asiento, como agotado— uno ha de elegir bien sus pensamientos.

—Entiendo–dije, y me quedé un rato en silencio, sopesando una idea.

El cantante había regresado a su posición normal, de cara a la gente, cuando le dije—: Escúcheme. ¿Qué hora es? ¿Una menos cinco? Ya—vacilé—. Tengo una propuesta que hacerle. Y usted la toma o la deja.

—Claro.

—Me imagino que pronto llamará a su hija para saludarla por Noche Buena.

—Sí…—entrecerró los ojos.

—¿Qué tal si le canta Don’t run away honey, bunny? Yo lo acompaño con el piano. Así le da una sorpresa.

Comenzó a rascarse la cabeza. Y como no se decidía a decir nada, seguí hablando:

—Yo sé que no sé nada de su vida. Ni entiendo el contexto. Es más, hasta podría confesarle que hay algo de egoísmo en mi propuesta, que esto podría tratarse de mí intentando darle un sentido más hondo a mi decisión de venir aquí, de dejar Toulouse, de alejarme de todo y de todos. Pero no puedo evitar pensar que hay un poder redentor en la música, una naturaleza que la academia no entiende, y que ni yo mismo entiendo, pero que creo estar presenciando aquí mismo, con usted. Se lo he querido decir desde que lo oí cantar, y no he sabido cómo, pero veo algo de verdad en usted, en su historia. ¿Es tan loco pensar eso? Discúlpeme. Discúlpeme si está siendo atropellado por un jovenzuelo tonto.

—Vaya al piano, señor.

Se puso de pie, de pronto radiante, puede ser que aguerrido. Fuimos al piano y cuando dieron las doce marcó el número de su hija por Facetime.

—¡Papá! ¡Qué bien que llamas!—la pantalla no estaba cerca de mí, pero pude ver la silueta de una señora delgada con un mandil—. Hemos hecho un Trdelník que te mueres. Con frambuesa y canela.

—Cris—el cantante no pareció escucharla—, estoy aquí con un buen amigo, en el salón del barco, y tenemos un regalo para vosotros.

—¿Qué regalo? ¿Quién?—. El cantante trató de enfocarme con el celular, sin mucho éxito, y Cristina cuchicheó un momento con alguien que estaba fuera del alcance de la cámara—. Papá, escúchame: ¿Y todo está bien?

—Sí, hijita. Todo está muy bien. ¿Tú estás bien?

—Me alegro—se le veía sonriente, pero también había cierto apuro en su voz—, en verdad te agradezco mucho que hayas llamado. Aquí todo bien. Mamá y los chicos bien.

—¡Hija!—el cantante habló fuerte. Yo mismo me sorprendí.

La chica exhaló notoriamente.

—Dime, papá.

—Dame un momento. Por favor, dame un momento. Te lo ruego—dijo, aunque el tono era de irritación más que de súplica, y me hizo una seña para que comience. Y, sin más preámbulos, comencé.

A falta de violines, yo solía hacer arpegios muy suaves con la mano izquierda, siempre marcando una nota grave con el dedo meñique para que la canción fuera tomando cuerpo e intención. Con el pedal y, en realidad, todo el cuerpo, hacía fluir lo que sentía como una marea, una pendiente que solo podía, por destino, y aun así dudando en cada corchete, terminar con el siguiente verso:

Don’t run away, honey bunny

Estábamos ahí. Era esto, pensé. Esto es.

Oh oh

El cantante alcanzaba una nota exquisita cuando oímos un alarido proveniente del teléfono:

—¡PAPÁ!

Paré de tocar.

Al cantante se le veía estupefacto. Sin duda tenía mucha rabia, incluso podría decirse que estaba fuera de sí, pero era más que eso: parecía haber dejado de entender qué estaba pasando. Y cuando habló, lo hizo por reflejo, como los cadáveres que de pronto se sacuden.

—Cris. Estábamos en medio de la canción.

Cristina miraba hacia abajo. Estuvo un rato jugando con la yema de los dedos, como si percibiera algún tipo de magnetismo, hasta que levantó la mirada.

—No—dijo, e irguió el torso lentamente, con los hombros abajo y la barbilla desplegada. Tenía la impersonalidad de una foto carnet—. No—repitió, esta vez más fuerte, y si no me equivoco, con la voz quebrada.

Yo estaba completamente quieto, como si el más leve movimiento pudiese romper algo. El viejo cogía el celular con las dos manos. Y lo miraba como si no entendiera para qué sirve. Quizá no estaba mirando nada en absoluto.

Cuando su hija desapareció, un hilo de sudor caía lentamente por su patilla bruñida y daba la vuelta en el lóbulo de su oreja. Algunos huéspedes habían comenzado a rodearnos, curiosos, sosteniendo copas de espumante. Entre ellos, la chica nicaragüense, que tenía la cara escarchada y llevaba un sombrero plástico con cachos de reno, había comenzado a hacernos un video con el móvil.

—No se hagan de rogar—dijo con una coquetería medio impostada, como si fuéramos estrellas.

Le tomó buen rato dejar de sonreír e irse.

Hey you,
¿nos brindas un café?